por PouPierce »
01 Jul 2017, 11:07
Siguiendo el consejo del gran Dani Barranquero, ahí va la continuación.
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Renfroe, contigo empezó todo
Llorers de la victòria
amb glòria escriuran
la història d'un equip que es campió.
Para entender lo sucedido estas tres últimas semanas conviene hacer un ejercicio de memoria: año 2004, València Basket, que la temporada anterior había ganado la Uleb Cup y jugado la final de la ACB por primera vez en su historia, el València de Tomasevic, Oberto y Rigaudeau, acaba la liga regular tercero y se enfrenta en primera ronda de playoff a Unicaja. Una zona de cuarenta minutos marcaría nuestra historia reciente: se movían las sillas en la Euroliga y nosotros quedábamos fuera. Durante los siguientes años, mientras en Málaga celebraban copa, liga y final four, sufríamos una travesía por el desierto que abocaría en un paso atrás de Juan Roig, paso que nos hizo temer a todos acerca del fin del básquet de elite en la ciudad. Años en los que quedábamos fuera incluso de playoff o de la copa del rey, de ambiente enrarecido y de tensión entre aficionados, periodistas, club y entrenadores. A base de talonario, se daban tumbos y se cambiaba el modelo tras cada temporada dependiendo de a quién le hubiera ido bien aquel año. Así, tan pronto queríamos ser el Estudiantes como queríamos imitar al TAU.
Curiosamente, ese amago de salida de Juan Roig revitalizó al club. Paco Ragá y Vicente Solá tomaron las riendas y encabezaron la búsqueda de una filosofía, la consolidación de un club con identidad propia. Con menos dinero, pero con más cabeza, se empezaron a hacer bien las cosas y, poco a poco, floreció entre los aficionados el orgullo hacia un equipo que, para bien o para mal, sabía por fin el camino que quería seguir. Aun así se seguía fallando cuando todo estaba de cara, la alargada sombra de la zona de Scariolo revoloteaba sobre nuestras cabezas: tras ligas regulares brillantes, el equipo se descomponía en el momento de rematarlas y en la Fonteta, siempre en la Fonteta, todos padecíamos los desaires de Fortuna. De nuevo Unicaja y el Dowdellazo, en 2009; el Bilbao Basket dinamitando la era Pesic en 2011; y otra infausta tarde de brazos encogidos ante Zaragoza, en 2013, nos recordaban que, a la hora de la verdad, siempre acabábamos perdiendo.
Parecía que tres años seguidos metiéndonos en semifinales nos habían despojado, por fin, de aquel hábito perdedor; pero nada más lejos de la realidad: el 5 de abril de 2017 aguardaba agazapado el episodio más cruel. La remontada de Unicaja, el colapso de todos los presentes en la Fonteta aquella noche, hizo temblar los cimientos de nuestro club. Se repetía la historia y, de nuevo, en un momento clave en Europa, en unas fechas de movimientos importantes, València Basket volvía a quedar fuera del club de los elegidos. Y otra vez era Unicaja, contra pronóstico, quien nos hacía trizas. Todos los fantasmas que creímos escondidos volvieron a salir a la luz, y esta vez parecía que para quedarse largo tiempo.
Solo los integrantes del club sabrán lo complicados que deben de haber sido esos casi dos meses en los que el baloncesto pareció haber muerto en Valencia. El luto se apoderó de todos: jugadores, entrenadores, directiva y, por supuesto, aficionados. Tal vez empezábamos a aceptar que nuestro destino era ese, el de ser siempre los losers del cotarro. El día de la derrota ante el Murcia --otra vez en la Fonteta-- tocamos fondo: hemos tirado el segundo puesto, hemos jugado horrible, hemos quedado terceros (como en 2004) y el Barça nos va a dejar sin Euroliga. Ni el más optimista del lugar --que tiene un nombre, Álvaro, y dos apellidos, Martínez Cantos-- podía siquiera intuir lo que nos esperaba.
El 27 de mayo de 2017 debe quedar grabado en la historia del club. Esa tarde, en un partido desastroso en el que todas las circunstancias parecían revivir la noche de la Eurocup, Fortuna decidió que ya nos había hecho sufrir bastante, que nosotros también podíamos, por qué no, ganar este tipo de partidos. Renfroe recibió el balón de Rice y lanzó un triple, solo, ante un pabellón enmudecido y más dispuesto que nunca a tirar la toalla. Y la misma canasta que decidió, apenas semanas antes, que aquellos triples de Sastre se tenían que salir, dijo que no, que esta vez no, que ya estaba bien. Que ese tiro haría la corbata y València Basket ganaría, por fin, un partido que no había ganado nunca. Creo que no exagero si digo que en ese balón estaba en juego algo más que un pase a semifinales, que una clasificación virtual para Euroliga. Estaba en juego, seguramente, el futuro del club. Aquella tarde València basket consiguió vencer a su propia historia y se quitó de encima un dedo gigante que lo empujaba hacia abajo con demasiada crueldad. A partir de ahí, todo debía ir a mejor.
“Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear”. Así definía mi admirado Bolaño la literatura, que para él era lo mismo que la vida. Salir a pelear, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, era algo a lo que nos habíamos acostumbrado. Por eso, cuando el Real Madrid se acercó a seis puntos, cuando vimos cómo se desvanecía una ventaja de veintitrés, a todos se nos asomó la duda. Pero aquel equipo, la mirada de los jugadores bien lo indicaba, aquel equipo que sabía que iba a ser derrotado, había muerto tres semanas antes con el triple fallado de Renfroe. Este, sin embargo, tuvo el valor y salió a pelear, mas sabiendo que al final entraría un tiro, porque eso era todo lo que hacía falta: una canasta. Y fue Sato, quién si no, el que lo consiguió. Un triple, primero, nos devolvió la fe; un palmeo, después, nos otorgó la certeza. Y Sastre, quien tanto había sufrido aquella maldita noche, se encargó de enterrar, mate mediante, todas las pesadillas que nos habían acompañado. La Fonteta, sí, la Fonteta, estallaba de alegría y celebraba el milagro.
Desde que mi padre, amigo del colegio de los Roig, me dijo hace treintaiún veranos que se iba a montar un equipo, el baloncesto me ha dado muchísimo más de lo que podría esperar: el primer viaje para ver al equipo, con mi padre, a Murcia, donde ganamos 104-109, o algo así, y luego cenamos con los jugadores, con Paco Guillem manejando el percal y poniéndole gafas de sol a un cerdo de cerámica que había en la mesa; las carreras por la pista de atletismo que había en la Fonteta, o escalar la rampa de frenado de los velocistas; Matraca Margall, en el calentamiento de un amistoso el verano del 87, diciéndonos que habláramos valenciano; Brad Branson en los campus de Cheste contándonos anécdotas de su periplo en la NBA, con su “y ahora nos vamosss a la pissssina”; mi tío y el resto de directivos rodeando a los árbitros tras un partido polémico; el viaje a Valladolid, soñando con la copa, llevándonos la copa; la ilusión de aquel quinto partido contra el Madrid que nos podía dar la final four… y, sobre todo, me ha permitido conocer a gente maravillosa a la que quiero y admiro y que ha sufrido tanto o más que yo, gente a la que pude abrazar el viernes todo lo fuerte (quizás demasiado) que pude.
En una de esas cosas tontas que todos hacemos, durante el primer partido contra el Baskonia iba a lanzar un tiro libre Shengelia y pensé “si lo falla ganamos la liga”. Y lo falló. El 9 de marzo nació Kenia, y Mire me decía y me repetía, sobre todo tras el palo de la Eurocup, que siempre le contaríamos que que el año que vino al mundo fue también el de la liga del Pamesa (para mí siempre será el Pamesa). El viernes llegué al pabellón intentando absorberlo todo, para poder acordarme de lo máximo posible en el caso de que lo lográramos. Con el palmeo de Sato, a 1:46, empecé a llorar. Acabó el partido, me quité los cascos (infinitas gracias a Morata, a Guaita, a mi hermano Carlos y al resto de cracks de la SER por el privilegio que me ofrecen al poder vivir con ellos el basket), solté el micro y salí, casi a trompicones y aprovechando mi pase de prensa, a buscar a mi tío, a mis tíos, para abrazarlo bien fuerte y llorar otro buen rato. Éramos campeones de liga, somos campeones de liga, y solo nos queda disfrutarlo bien disfrutado, porque quién sabe si volveremos a serlo. Siempre me ha sorprendido la futilidad de las victorias en el deporte, lo efímera que resulta su alegría: ganas un torneo y a los diez minutos ya nadie se acuerda, la temporada siguiente tienes que volver a ganarlo todo. A mí el año que viene me importa un carajo, yo ahora mismo renovaría a los catorce, al cuerpo técnico y me tiraría un año festejando, a lo Kobe Bryant. Y así poder darles las gracias cada día, cada vez que pisen la Fonteta y nos recuerden que, esta vez sí, fuimos los mejores.
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inútil cosmonauta
el que contempla estrellas
para no ver las ratas
eMe