Kim Kardashian ya es habitual en ese pabellón. Ocupa, como creo haber dicho alguna vez, una de las butacas de la primera fila opuesta al banquillo local.
La muñeca no se entera de nada. Quiero decir, que cuando se ignora absolutamente todo del juego que se presencia no se acierta en el régimen de atenciones. Ella se enfrasca en su teléfono móvil, su maquillaje y sus cositas. Y si levanta la cabeza el juego es lo último en lo que repara. Prefiere ojear de soslayo aquí y allá, comprobar si es objeto de las miradas o si alguna arruga incordia los pantalones, momento que aprovecha para acariciarse la entrepierna, de una temperatura volcánica. No repara en nada más. O deja muy poco para lo que no sea ella.
De vez en cuando se la ven reojillos hacia las piernas de los jugadores, hacia tal o cual rostro interesante, unos hombros hercúleos, ese luchador que se agacha junto a ella o vaya usted a saber. El caso es que se despreocupa del lugar del balón, ignora los juegos del marcador y aplaude si es su chico el que intenta algo, aunque sea un cabezazo. Porque a Humphries, que es muy borrico, se le nota aún más tenso cuando ella está, lo que los demás aprovechan en forma de guiños y chanzas a cada tiempo muerto. Hasta que un ademán de Avery los fulmina a todos.
A veces ella despega la mirada del móvil y levanta la cabeza hacia el lado de pista vacío. Y tarda una eternidad en posar sus ojitos en la acción. Mantiene una expresión de belleza tonta y sonrisa alelada pase lo que pase, aunque el equipo de su mozo pierda por veinte. Toda ella es una satisfecha mueca como de gomaespuma. No así su acompañante, una rubia con cara de rata que frunce el ceño en señal de recelo cada vez que las ‘dancers’ salen a pista. Entonces escruta la espléndida desnudez de sus cuerpos con indisimulado desdén, como con infinita envidia. Kim, en cambio, se sabe observada, rodeada, deseada. Y supongo que ahí reside su victoria.

