La poesía esta está dedicada a una flor del paraiso que cogió mi madre del jardín y alegró la cocina unos cuantos días metida en un simple vaso de agua, hasta que se marchitó.
Estás allí,
postrada en tu trono privilegiado
en tu palacio que es el jardín,
bien rodeada de sirvientes
sean acacias, lirios, un jazmin
o tantos otras plantas diferentes.
Pero estás sóla, realmente,
esperando a tu príncipe para ser feliz,
sentada en tu solio de diamantes
mientras mueren por ti
ciertas pupilas insignificantes.
Un día te visité. Atravesé la verde alfombra
hasta que, maravillado otra vez
te contemplé cercanamente oculto en la sombra:
tu rostro, infinitamente naranja,
sereno espejo del alma,
me recibió en un silencio
que no quise romper con palabras.
Tu bello y desnudo cuello
daba paso a tu estilizada figura
que, como princesa alguna,
vestía un largo y verde vestido
que en cambio impedía ver,
oh cruel destino,
tus finos e infinitos pies.
Quise llevarme para el recuerdo
tu hermoso pero inexpresivo cuerpo,
esa enigmática mirada
escondida bajo tus azules pestañas aladas.
No podía hacerlo,
así que sin querer lo hice...
Dolorosamente ignoré tus gritos silenciosos,
traté de no mirar tus suplicantes ojos
y así lo hice: te arranqué de tu altar marrón
para darte el universo de mi habitación.
Te compré un traje transparente
y te puse un mar dulce a tu alrededor.
Pero no. No pensabas sino en tu gente,
en tu añorado mundo de color:
estabas tan triste
como el pato que quiere
y no puede ser cisne.
Te me ibas, y yo, egoísta, no lo veía
aunque tu faz antes naranja
perdiera poco a poco la alegría.
Te me ibas, y yo, egoísta,
ya lo sabía cuando te puse la pena
de muerte, macabra pero bella,
al separarte de tu reino bajo las estrellas.
En silencio, siempre en silencio,
sufrías solitaría tu agonía
hasta que de tristeza,
poco a poco te me fuiste a los cuatro días.
Pero magistralmente quedó
flotando tu dulce cuerpo marchito
en el mar que te dí,
que esta vez, fue finito.
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