Qué maravillosa ocupación...
La vida al margen del deporte (la hay)

Hay_sinla
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 03 Mar 2012, 16:50

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Nous sommes quelques-uns à cette époque à avoir voulu attenter aux choses, créer en nous des espaces à la vie, des espaces qui n'étaient pas et ne semblaient pas devoir trouver place dans l’espace.

ARTAUD, Le Pèse-nerfs.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 18 Abr 2012, 08:56

-Yo no me sé expresar-dijo la Maga secando la cucharita con un trapo nada limpio-. A lo mejor otras podrían explicarlo mejor pero yo siempre he sido igual, es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres.

-Una ley-dijo Gregorovius-. Perfecto enunciado, verdad profunda. Llevado al plano de la astucia literaria se resuelve en aquello que de los buenos sentimientos nace la mala literatura, y otras cosas por el estilo. La felicidad no se explica, Lucía, probablemente porque es el momento más logrado del velo de Maya.

La maga lo miró, perpleja. Gregorovius suspiró.

-El velo de maya-repitió-. Pero no mezclemos las cosas. Usted ha visto muy bien que la desgracia es, digamos, más tangible, quizá porque de ella nace el desdoblamiento en objeto y sujeto. Por eso se fija tanto en el recuerdo, por eso se pueden contar tan bien las catástrofes.

-Lo que pasa-dijo la Maga, revolviendo la leche sobre el calentador- es que la felicidad es solamente de uno y en cambio la desgracia parecería de todos.

-Justísimo corolario-dijo Gregorovius-. Por lo demás le hago notar que yo no soy preguntón. La otra noche, en la reunión del club...Bueno, Ronald tiene un vodka demasiado destrabalenguas. No me crea una especie de diablo cojuelo, solamente quisiera entender mejor a mis amigos. Usted y Horacio...En fin, tienen algo de inexplicable, una especie de misterio central. Ronald y Babs dicen que ustedes son la pareja perfecta, que se complementan. Yo no veo que se complementen tanto.

-¿Y qué importa?

-No es que importe, pero usted me estaba diciendo que Horacio se ha ido .

-No tiene nada que ver- dijo la Maga. No sé hablar de la felicidad pero eso no quiere decir que no la haya tenido. Si quiere le puedo seguir contando por qué se ha ido Horacio, por qué me podría haber ido yo si no fuera por Rocamadour.-Señaló vagamente las valijas, la enorme confusión de papeles y recipientes y discos que llenaba la pieza.- Todo esto hay que guardarlo, hay que buscar dónde irse...No quiero quedarme aquí, es demasiado triste.

-Etienne puede conseguirle una pieza con buena luz. Cuando Rocamadour vuelva al campo. Una cosa de siete mil francos por mes. Si no tiene inconveniente, en ese caso yo me quedaría con esta pieza. Me gusta, tiene fluido. Aquí se puede pensar, se está bien.

-No crea-dijo la Maga .A eso de las siete la muchacha de abajo empieza a cantar Les Amants du Havre. Es una linda canción, pero a la larga...

Puisque la terre est ronde,

Mon amour t’en fais pas,

Mon amour t’en fais pas.

-Bonito-dijo Gregorovius indiferente.

-Sí, tiene una gran filosofía, como hubiera dicho Ledesma. No, usted no lo conoció. Era antes de Horacio, en el Uruguay.

-¿El negro?

-No, el negro se llamaba Ireneo.

-¿Entonces la historia del negro era verdad?

La Maga lo miró asombrada. Verdaderamente Gregorovius era estúpido. Salvo Horacio (y a veces...) todos los que la habían deseado se portaban siempre como unos cretinos. Revolviendo la leche fue hasta la cama y trató de hacer tomar unas cucharadas a Rocamadour. Rocamadour chilló y se negó, la leche le caía por el pescuezo. “Topitopitopitopi”, decía la Maga con voz de hipnotizadora de reparto de premios. “Topitopitopi”, procurando acertar una cucharada en la boca de Rocamadour que estaba rojo y no quería beber, pero de golpe aflojaba vaya a saber por qué, resbalaba un poco hacia el fondo de la cama y se ponía a tragar una cucharada tras otra, con enorme satisfacción de Gregorovius que llenaba la pipa y se sentía un poco padre.

-Chin chin-dijo la Maga, dejando la cacerola al lado de la cama y arropando a Rocamadour que se aletargaba rápidamente-. Qué fiebre tiene todavía, por lo menos treinta y nueve cinco.

-¿No le pone el termómetro?

-Es muy difícil ponérselo, después llora veinte minutos, Horacio no lo puede aguantar. Me doy cuenta por el calor de la frente. Debe tener más de treinta y nueve, no entiendo cómo no le baja.

-Demasiado empirismo, me temo-dijo Gregorovius -. ¿Y esa leche no le hace mal con tanta fiebre?

-No es tanta para un chico-dijo la Maga encendiendo un Gauloise-. Lo mejor sería apagar la luz para que se duerma enseguida. Ahí, al lado de la puerta.

De la estufa salía un resplandor que se fue afirmando cuando se sentaron frente a frente y fumaron un rato sin hablar. Gregorovius veía subir y bajar el cigarrillo de la Maga, por un segundo su rostro curiosamente plácido se encendía como una brasa, los ojos le brillaban mirándolo, todo se volvía a una penumbra en la que los gemidos y cloqueos de Rocamadour iban disminuyendo hasta caer, seguidos por un leve hipo que se repetía cada tanto. Un reloj dio las once.

-No volverá-dijo la Maga -. En fin, tendrá que venir para buscar sus cosas, pero es lo mismo. Se acabó, kaputt.

-Me pregunto-dijo Gregorovius , cauteloso-. Horacio es tan sensible, se mueve con tanta dificultad en París. El cree que hace lo que quiere, que es muy libre aquí, pero se anda golpeando contra las paredes. No hay más que verlo por la calle, una vez lo seguí un rato desde lejos.

-Espía-dijo casi amablemente la Maga.

-Digamos observador.

-En realidad usted me seguía a mí, aunque yo no estuviera con él.

-Puede ser, en ese momento no se me ocurrió pensarlo. Me interesan mucho las conductas de mis conocidos, es siempre más apasionante que los problemas de ajedrez. He descubierto que Wong se masturba y que Babs practica una especie de caridad jansenista, de cara vuelta a la pared mientras la mano suelta un pedazo de pan con algo adentro. Hubo una época en que me dedicaba a estudiar a mi madre. Era en Herzegovina, hace mucho. Adgalle me fascinaba, insistía en llevar una peluca rubia cuando yo sabía muy bien que tenía el pelo negro. Nadie lo sabía en el castillo, nos habíamos instalado allí después de la muerte del Conde Rossler. Cuando la interrogaba (yo tenía diez años apenas, era una época tan feliz) mi madre reía y me hacía jurar que jamás revelaría la verdad. Me impacientaba esa verdad que había que ocultar y que era más simple y hermosa que la peluca rubia. La peluca era una obra de arte, mi madre podía peinarse con toda naturalidad en presencia de la mucama sin que sospechara nada. Pero cuando se quedaba sola yo hubiera querido, no sabía bien por qué, estar escondido bajo un sofá o detrás de los cortinados violeta. Me decidí a hacer un agujero en la pared de la biblioteca, que daba al tocador de mi madre, trabajé de noche cuando me creían dormido. Así pude ver cómo Adgalle se quitaba la peluca rubia, se soltaba los cabellos negros que le daban un aire tan distinto, tan hermoso, y después se quitaba la otra peluca y aparecía la perfecta bola de billar, algo tan asqueroso que esa noche vomité gran parte del gulash en la almohada.

-Su infancia se parece un poco al prisionero de Zenda- dijo reflexivamente la Maga.

-Era un mundo de pelucas-dijo Gregorovius -. Me pregunto qué hubiera hecho Horacio en mi lugar. En realidad íbamos a hablar de Horacio , usted quería decirme algo.

-Es raro ese hipo- dijo la Maga mirando la cama de Rocamadour -. Primera vez que lo tiene.

-Será la digestión.

-¿Por qué insisten en que lo lleve al hospital? Otra vez esta tarde, el médico con esa cara de hormiga. No lo quiero llevar, a él no le gusta. Yo le hago todo lo que hay que hacerle. Babs vino esta mañana y dijo que no era tan grave. Horacio tampoco creía que fuera tan grave.

-¿Horacio no va a volver?

-No. Horacio se va a ir por ahí, buscando cosas.

-No llore, Lucía.

-Me estoy sonando. Ya se le ha pasado el hipo.

-Cuénteme, Lucía, si le hace bien.

-No me acuerdo de nada, no vale la pena. Sí, me acuerdo. ¿Para qué? Qué nombre tan extraño, Adgalle.

-Sí, quién sabe si era el verdadero. Me han dicho...

-Como la peluca rubia y la peluca negra-dijo la Maga.

-Como todo-dijo Gregorovius -. Es cierto, se le ha pasado el hipo. Ahora va a dormir hasta mañana. ¿Cuándo se conocieron, usted y Horacio?
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 03 Jul 2012, 21:20

EL JARDÍN DE LAS FLORES

Conviene saber que un jardín planeado de manera muy rigurosa, en el estilo de los "parques a la francesa", compuesto de macizos, canteros y arriates dispuestos geométricamente, exige gran competencia y muchos cuidados.

Por el contrario, en un jardín de tipo "inglés", los fracasos del aficionado se disimularán son más facilidad. Algunos arbustos, un cuadro de césped, y una sola platabanda de flores mezcladas que se destaquen netamente, al abrigo de una pared o un seto bien orientados, son los elementos esenciales de un conjunto muy decorativo y muy práctico.

Si por desgracia algunos ejemplares no dan los resultados previstos, será fácil reemplazarlos por medio de transplantes; no por ello se advertirá imperfección o descuido en el conjunto, pues las demás flores, dispuestas en manchas de superficie, altura y color distintos, formarán siempre un grupo satisfactorio para la vista.

Esta manera de plantar, muy apreciada en Inglaterra y los Estados Unidos, se designa con el nombre de mixed border, es decir, "cantero mezclado". Las flores así dispuestas, que se mezclan, se confunden y desbordan una sobre otras como si hubieran crecido espontáneamente, darán a su jardín un aspecto campestre y natural, mientras que las plantaciones alineadas, en cuadrados y en círculos, tienen siempre un carácter artificial y exigen una perfección absoluta.

Así, por razones tanto prácticas como estéticas, cabe aconsejar el arreglo en mixed border al jardinero aficionado.

Almanaque Hachette
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 07 Sep 2012, 23:23

Hubiera sido preferible que Gregorovius se callara o que solamente hablara de Adgalle, dejándola fumar tranquila en la oscuridad, lejos de las formas del cuarto, de los discos y de los libros que había que empaquetar para que Horacio se los llevara cuando consiguiera una pieza. Pero era inútil, se callaría un momento esperando que ella dijese algo, y acabaría por preguntar, todos tenían siempre algo que preguntarle, era como si les molestara que ella prefiriese cantar Mon p’tit voyou o hacer dibujitos con fósforos usados o acariciar los gatos más roñosos de la rue du Sommerard, o darle la mamadera a Rocamadour.

-Alors, mon p’tit voyou –canturreó la Maga -, la vie, qu’est-ce qu’on s’en fout...

-Yo también adoraba las peceras –dijo rememorativamente Gregorovius -. Les perdí todo afecto cuando me inicié en las labores propias de mi sexo. En Dubrovnik, un prostíbulo al que me llevó un marino danés que en ese entonces era el amante de mi madre la de Odessa. A los pies de la cama había un acuario maravilloso , y la cama también tenía algo de acuario con su colcha celeste un poco irisada, que la gorda pelirroja apartó cuidadosamente antes de atraparme como a un conejo por las orejas. No se puede el miedo, Lucía, el terror de todo aquello. Estábamos tendidos de espaldas, uno al lado del otro, y ella me acariciaba maquinalmente, yo tenía frío y ella me hablaba de cualquier cosa, de la pelea que acababa de ocurrir en el bar , de las tormentas de marzo...Los peces pasaban y pasaban, había uno, negro, un pez enorme, mucho más grande que los otros. Pasaba y pasaba como su mano por mis piernas, subiendo, bajando...Entonces hacer el amor era eso, un pez negro pasando y pasando obstinadamente. Una imagen como cualquier otra, bastante cierta por lo demás. La repetición al infinito de un ansia de fuga, de atravesar el cristal y entrar en otra cosa.

-Quién sabe –dijo la Maga-.A mí me parece que los peces ya no quieren salir de la pecera, casi nunca tocan el vidrio con la nariz.

Gregorovius pensó que en alguna parte Chestov había hablado de peceras con un tabique móvil que en un momento dado podía sacarse sin que el pez habituado al compartimiento se decidiera jamás a pasar al otro lado. Llegar hasta un punto del agua, girar, volverse, sin saber que ya no hay obstáculo, que bastaría seguir avanzando...

-Pero el amor también podría ser eso –dijo Gregorovius -.Qué maravilla estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de frotarnos la nariz con algo desagradable. De la nariz como límite del mundo, tema de disertación. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un gato a no ensuciar en las habitaciones? Técnica del frotado oportuno. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un cerdo a que no se coma la trufa? Un palo en la nariz, es horrible. Yo creo que Pascal era más experto en narices de lo que hace suponer su famosa reflexión egipcia.

-¿Pascal? –dijo la Maga -.¿Qué reflexión egipcia?

Gregorovius suspiró. Todos suspiraban cuando ella hacía alguna pregunta. Horacio y sobretodo Etienne, porque Etienne no solamente suspiraba sino que resoplaba, bufaba y la trataba de estúpida. “Es tan violeta ser ignorante”, pensó la Maga, resentida. Cada vez que alguien se escandalizaba de sus preguntas, una sensación violeta, una masa violeta envolviéndola por un momento. Había que respirar profundamente y el violeta se deshacía, se iba por ahí como los peces, se dividía en multitud de rombos violetas, los barriletes en los baldíos de Pocitos, el verano en las playas, manchas violeta contra el sol y el sol se llamaba Ra y también era egipcio como Pascal. Ya casi no le importaba el suspiro de Gregorovius, después de Horacio poco podían importarle los suspiros de nadie cuando hacía una pregunta, pero de todos modos siempre quedaba la mancha violeta por un momento, ganas de llorar, algo que duraba el tiempo de sacudir el cigarrillo con ese gesto que estropea irresistiblemente las alfombras, suponiendo que las haya.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 10 Oct 2012, 20:21

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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 21 Nov 2012, 21:16

Con legítimo orgullo
Ninguno de nosotros recuerda el texto de la ley que obliga a recoger las hojas secas, pero estamos convencidos de que a nadie se le ocurriría que puede dejar de recogerla; es una de esas cosas que vienen desde muy atrás, con las primeras lecciones de la infancia, y ya no hay demasiada diferencia entre los gestos elementales de atarse los zapatos o abrir los paraguas y los que hacemos al recoger las hojas secas a partir del dos de noviembre a las nueve de la mañana.
Tampoco a nadie se le ocurriría discutir la oportunidad de esa fecha, es algo que figura en las costumbres del país y que tiene su razón de ser. La víspera nos dedicamos a visitar el cementerio, no se hace otra cosa que acudir a las tumbas familiares, barres las hojas secas que las ocultan y confunden, aunque ese día las hojas secas no tienen importancia oficial, por así decir, a lo sumo son una penosa molestia de la que hay que librarse para luego cambiar el agua a los floreros y limpiar las huellas de los caracoles en las lápidas. Alguna vez se ha podido insinuar que la campaña contra las hojas secas podría adelantarse en dos o tres días, de manera que, al llegar el primero de noviembre, el cementerio estuviera ya limpio y las familias pudieran recogerse ante las tumbas sin el molesto barrido previo que suele provocar escenas penosas y nos distrae de nuestros deberes en ese día de recordación. Pero nunca hemos aceptado esas insinuaciones, como tampoco hemos creído que se pudieran impedir las expediciones a las selvas del norte, por más que nos cuesten. Son costumbres tradicionales que tienen su razón de ser, y muchas veces hemos oído a nuestros abuelos contestar severamente a esas voces anárquicas, haciendo notar que la acumulación de hojas secas en las tumbas sirve precisamente para mostrar a la colectividad la molestia que representan una vez avanzado el otoño, e incitarla así a participar con más entusiasmo en la labor que ha de iniciarse al día siguiente.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 21 Nov 2012, 21:18

Toda la población está llamada a desempeñar una tarea en la campaña. La víspera, cuando regresamos del cementerio, la municipalidad ya ha instalado su quiosco pintado de blanco en medio de la plaza y, a medida que vamos llegando, nos ponemos en fila y esperamos nuestro turno. Como la fila es interminable, la mayoría sólo puede volver muy tarde a su casa, pero tenemos la satisfacción de haber recibido nuestra tarjeta de manos de un funcionario municipal. En esa forma y, a partir de la mañana siguiente, nuestra participación quedará registrada día tras día en las casillas de la tarjeta, que una máquina especial va perforando a medida que entregamos las bolsas de hojas secas o las jaulas con las mangostas, según la tarea que nos haya correspondido. Los niños son los que más se divierten porque les dan una tarjeta muy grande, que les encanta mostrar a sus madres, y los destinan a diversas tareas livianas pero sobre todo a vigilar el comportamiento de las mangostas. A los adultos nos toca el trabajo más pesado, puesto que, además de dirigir a las mangostas, debemos llenar las bolsas de arpillera con las hojas secas que han recogido las mangostas, y llevarlas a hombros hasta los camiones municipales. A los viejos se les confían las pistolas de aire comprimido con las que se pulveriza la esencia de serpiente sobre las hojas secas. Pero el trabajo de los adultos es el que exige la mayor responsabilidad, porque las mangostas suelen distraerse y no rinden lo que se espera de ellas; en ese caso, nuestras tarjetas mostrarán al cabo de pocos días la insuficiencia de la labor realizada, y aumentarán las probabilidades de que nos envíen a las selvas del norte. Como es de imaginar hacemos todo lo posible para evitarlo aunque, llegado el caso, reconocemos que se trata de una costumbre tan natural como la campaña misma, y no se nos ocurriría protestar; pero es humano que nos esforcemos lo más posible en hacer trabajar a las mangostas para conseguir el máximo de puntos en nuestras tarjetas, y que para ello seamos severos con las mangostas, los ancianos y los niños, elementos imprescindibles para el éxito de la campaña.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 21 Nov 2012, 21:19

Nos hemos preguntado alguna vez cómo pudo nacer la idea de pulverizar las hojas secas con esencia de serpiente, pero después de algunas conjeturas desganadas acabamos por convenir en que el origen de las costumbres, sobre todo cuando son útiles y atinadas, se pierde en el fondo de la raza. Un buen día la municipalidad debió reconocer que la población no daba abasto para recoger las hojas que caen en otoño, y que sólo la utilización inteligente de las mangostas, que abundan en el país, podría cubrir el déficit. Algún funcionario proveniente de las ciudades linderas con la selva advirtió que las mangostas, indiferentes por completo a las hojas secas, se encarnizaban con ellas si olían a serpiente. Habrá hecho falta mucho tiempo para llegar a esos descubrimientos, para estudiar las reacciones de las mangostas frente a las hojas secas, para pulverizar las hojas secas a fin de que las mangostas las recogieran vindicativamente. Nosotros hemos crecido en una época en que ya todo estaba establecido y codificado, los criaderos de mangostas contaban con el personal necesario para adiestrarlas, y las expediciones a las selvas volvían cada verano con una cantidad satisfactoria de serpientes. Esas cosas nos resultan tan naturales que sólo muy pocas veces y con gran esfuerzo volvemos a hacernos las preguntas que nuestros padres contestaban severamente en nuestra infancia, enseñándonos así a responder algún día a las preguntas que nos harían nuestros hijos. Es curioso que ese deseo de interrogarse sólo se manifieste, y aun así muy raramente, antes o después de la campaña. El dos de noviembre, apenas hemos recibido nuestras tarjetas y nos entregamos a las tareas que nos han sido asignadas, la justificación de cada uno de nuestros actos nos parece tan evidente que sólo un loco osaría poner en duda la utilidad de la campaña y la forma en que se la lleva a cavo. Sin embargo, nuestras autoridades han debido prever esa posibilidad porque en el texto de la ley impresa en el dorso de las tarjetas se señalan los castigos que se impondrían en tales casos; pero nadie recuerda que haya sido necesario aplicarlos.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 21 Nov 2012, 21:21

Siempre nos ha admirado cómo la municipalidad distribuye nuestras labores de manera que la vida del estado y del país no se vean alteradas por la ejecución de la campaña. Los adultos dedicamos cinco horas diarias a recoger las hojas secas, antes o después de cumplir nuestro horario de trabajo en la administración o en el comercio. Los niños dejan de asistir a las clases de gimnasia y a las de entrenamiento cívico y militar, y los viejos aprovechan las horas de sol para salir de los asilos y ocupar sus puestos respectivos. Al cabo de dos o tres días la campaña ha cumplido su primer objetivo, y las calles y plazas del distrito central quedan libres de hojas secas. Los encargados de las mangostas tenemos entonces que multiplicar las precauciones, porque a medida que progresa la campaña, las mangostas muestran menos encarnizamiento en su trabajo, y nos incumbe la grave responsabilidad de señalar el hecho al inspector municipal de nuestro distrito para que ordene un refuerzo de las pulverizaciones. Esta orden sólo la da el inspector después de haberse asegurado de que hemos hecho todo lo posible para que las mangostas sigan recogiendo las hojas, y si se comprobara que nos hemos apresurado frívolamente a pedir que se refuercen las pulverizaciones, correríamos el riesgo de ser inmediatamente movilizados y enviados a las selvas. Pero cuando decimos riesgo es evidente que exageramos, porque las expediciones a las selvas forman parte de las costumbres del estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como cualquier otro.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 21 Nov 2012, 21:24

Se ha murmurado alguna vez que es un error confiar a los ancianos las pistolas pulverizadoras. Puesto que se trata de una antigua costumbre no puede ser un error, pero, a veces, ocurre que los ancianos se distraen y gastan una buena parte de la esencia de serpiente en un pequeño sector de una calle o una plaza, olvidando que deben distribuirlo en una superficie lo más amplia posible. Ocurre así que las mangostas se precipitan salvajemente sobre un montón de hojas secas, y en pocos minutos las recogen y las traen hasta donde las esperamos con las bolsas preparadas; pero después, cuando confiadamente creemos que van a seguir con el mismo tesón, las vemos detenerse, olisquearse entre ellas como desconcertadas, y renunciar a su tarea con evidentes signos de fatiga y hasta de disgusto. En esos casos el adiestrador apela a su silbato y, por un momento, consigue que las mangostas junten algunas hojas, pero no tardamos en darnos cuenta de que la pulverización ha sido despareja y que las mangostas se resisten con razón a una tarea que de golpe ha perdido todo interés para ellas. Si se contara con suficiente cantidad de esencia de serpiente, jamás se plantearían estas situaciones de tensión en las que los ancianos, nosotros y el inspector municipal nos vemos abocados a nuestras respectivas responsabilidades y sufrimos enormemente; pero desde tiempo inmemorial se sabe que la provisión de esencia apenas alcanza para cubrir las necesidades de la campaña, y que en algunos casos las expediciones a las selvas no han alcanzado su objetivo, obligando a la municipalidad a apelar a sus exiguas reservas para hacer frente a una nueva campaña. Esta situación acentúa el temor de que la próxima movilización abarque un número mayor de reclutas, aunque al decir temor es evidente que exageramos, porque el aumento del número de reclutas forma parte de las costumbres del estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como cualquier otro. De las expediciones a las selvas se habla poco entre nosotros, y los que regresan están obligados a callar por un juramento del que apenas tenemos noticia. Estamos convencidos de que nuestras autoridades procuran evitarnos toda preocupación referente a las expediciones a las selvas del norte, pero desgraciadamente nadie puede cerrar los ojos a las bajas. Sin la menos intención de extraer conclusiones, la muerte de tantos familiares o conocidos en el curso de cada expedición nos obliga a suponer que la búsqueda de las serpientes en las selvas tropieza cada año con la despiadada resistencia de los habitantes del país fronterizo, y que nuestros conciudadanos han tenido que hacer frente, a veces con graves pérdidas, a su crueldad y a su malicia legendarias. Aunque no lo digamos públicamente, a todos nos indigna que una nación que no recoge las hojas secas se oponga a que cacemos serpientes en sus selvas. Nunca hemos dudado de que nuestras autoridades están dispuestas a garantizar que la entrada de las expediciones en ese territorio no obedece a otro motivo, y que la resistencia que encuentran se debe únicamente a un estúpido orgullo extranjero que nada justifica.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 21 Nov 2012, 21:25

La generosidad de nuestras autoridades no tiene límites, incluso en aquellas cosas que podrían perturbar la tranquilidad pública. Por eso nunca sabremos - ni queremos saber, conviene subrayarlo - qué ocurre con nuestros gloriosos heridos. Como si quisieran evitarnos inútiles zozobras, sólo se da a conocer la lista de los expedicionarios ilesos y la de los muertos, cuyos ataúdes llegan en el mismo tren militar que trae a los expedicionarios y a las serpientes. Dos días después las autoridades y la población acuden al cementerio para asistir al entierro de los caídos. Rechazando el vulgar expediente de la fosa común, nuestras autoridades han querido que cada expedicionario tuviera su tumba propia, fácilmente reconocible por su lápida y las inscripciones que la familia puede hacer grabar sin impedimento alguno; pero como en los últimos años el número de bajas ha sido cada vez más grande, la municipalidad ha expropiado los terrenos adyacentes para ampliar el cementerio. Puede imaginarse entonces cuántos somos los que al llegar el primero de noviembre acudimos desde la mañana al cementerio para honrar las tumbas de nuestros muertos. Desgraciadamente el otoño ya está muy avanzado, y las hojas secas cubren de tal manera las calles y las tumbas que resulta muy difícil orientarse; con frecuencia nos confundimos completamente y pasamos varias horas dando vueltas y preguntando hasta ubicar la tumba que buscábamos. Casi todos llevamos nuestra escoba, y suele ocurrirnos barrer las hojas secas de una tumba creyendo que es la de nuestro muerto, y descubrir que estamos equivocados. Pero poco a poco vamos encontrando las tumbas, y ya mediada la tarde podemos descansar y recogernos. En cierto modo nos alegra haber tropezado con tantas dificultades para encontrar las tumbas porque eso prueba la utilidad de la campaña que va a comenzar a la mañana siguiente, y nos parece como si nuestros muertos nos alentaran a recoger las hojas secas, aunque no contemos con la ayuda de las mangostas que sólo intervendrán al día siguiente cuando las autoridades distribuyan la nueva ración de esencia de serpiente traída por los expedicionarios junto con los ataúdes de los muertos, y que los ancianos pulverizarán sobre las hojas secas para que las recojan las mangostas.
(en La vuelta al día en ochenta mundos)
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 27 Dic 2012, 18:55

No llevaba muchas páginas darse cuenta de que Morelli apuntaba a otra cosa. Sus alusiones a las capas profundas del Zeitgeist, los pasajes donde la ló(gi)ca acababa ahorcándose con los cordones de las zapatillas, incapaz hasta de rechazar la incongruencia erigida en ley, evidenciaban la intención espeleológica de la obra. Morelli avanzaba y retrocedía en una tan abierta violación del equilibrio y de los principios que cabría llamar morales del espacio, que bien podía suceder (aunque de hecho no sucedía, pero nada podía asegurarse) que los acaecimientos que relatara sucedieran en cinco minutos capaces de enlazar la batalla de Actium con el Anschluss de Austria (las tres A tendrían posiblemente algo que ver en la elección o más probablemente la aceptación de esos momentos históricos), o que la persona que apretaba el timbre de una casa de la calle Cochabamba al mil doscientos franqueara el umbral para salir a un patio de la casa de Menandro en Pompeya. Todo eso era más bien trivial y Buñuel, y a los del Club no se les escapaba su valor de mera incitación o de parábola abierta a otro sentido más hondo y escabroso. Gracias a esos ejercicios de volatinería, semejantísimos a los que vuelven tan vistosos los Evangelios, los Upanishads y otras materias cargadas de trinitotolueno shamánico, Morelli se daba el gusto de seguir fingiendo una literatura que en el fuero interno minaba, contaminaba y escarnecía. De golpe las palabras, toda una lengua, la superestructura de un estilo, una semántica, una psicología y una facticidad se precipitaban a espeluznantes harakiris. ¡Banzai! Hasta nueva orden, o sin garantía alguna: al final había siempre un hilo tendido más allá, saliéndose del volumen, apuntando a un talvez, a un a lo mejor, a un quién sabe, que dejaba en suspenso toda visión petrificante de la obra. Y esto que desesperaba a Perico Romero, hombre necesitado de certezas, hacía temblar de delicia a Oliveira, exaltaba la imaginación de Etienne, de Wong y de Roland, y obligaba a la Maga a bailar descalza con un alcaucil en cada mano.

A lo largo de discusiones manchadas de calvados y tabaco, Etienne y Oliveira se habían preguntado por qué odiaba Morelli la literatura, y por qué la odiaba desde la literatura misma en vez de repetir el Exeunt de Rimbaud o ejercitar en su temporal izquierdo la notoria eficacia de un Colt 32. Oliveira se inclinaba a creer que Morelli había sospechado la naturaleza demoníaca de toda escritura recreativa (¿y qué literatura no lo era, aunque sólo fuese como un excipiente para hacer tragar una gnosis, una praxis o un ethos de los muchos que andaban por ahí o podían inventarse?). Después de sopesar los pasajes más incitantes, había terminado por volverse sensible a un tono especial que tenía la escritura de Morelli. La primera calificación posible de ese tono era el desencanto, pero por debajo se sentía que el desencanto no estaba referido a las circunstancias y acaecimientos que se narraban en el libro, sino a la manera de narrarlos que -Morelli lo había disimulado todo lo posible- revertía en definitiva sobre lo contado. La eliminación del seudo conflicto del fondo y la forma volvía a plantearse en la medida en que el viejo denunciaba, utilizándolo a su modo, el material formal; al dudar de sus herramientas, descalificaba en el mismo acto los trabajos realizados con ellas. Lo que el libro contaba no servía de nada, no era nada, porque estaba mal contado, porque simplemente estaba contado, era literatura. Una vez más se volvía a la irritación del autor contra su escritura y la escritura en general. La paradoja aparente estaba en que Morelli acumulaba episodios imaginados y enfocados en las formas más diversas, procurando asaltarlos y resolverlos con todos los recursos de un escritor dueño de su oficio. No parecía proponerse una teoría, no era nada fuerte para la reflexión intelectual, pero de todo lo que llevaba escrito se desprendía con una eficacia infinitamente más grande que la de cualquier enunciado o cualquier análisis, la corrosión profunda de un mundo denunciado como falso, el ataque por acumulación y no por destrucción, la ironía casi diabólica que podía sospecharse en el éxito de los grandes trozos de bravura, los episodios rigurosamente construidos, la aparente sensación de felicidad literaria que desde hacía años venía haciendo su fama entre los lectores de cuentos y novelas. Un mundo suntuosamente orquestado se resolvía, para los olfatos finos, en la nada; pero el misterio empezaba allí porque al mismo tiempo que se presentía el nihilismo total de la obra, una intuición más demorada podía sospechar que no era ésa la intención de Morelli, que la autodestrucción virtual en cada fragmento del libro era como la búsqueda del metal noble en plena ganga. Aquí había que detenerse, por miedo de equivocar las puertas y pasarse de listo. Las discusiones más feroces de Oliveira y Etienne se armaban a esta altura de su esperanza, porque tenían el pavor de estarse equivocando, de ser un par de perfectos cretinos empecinados en creer que no se puede levantar la torre de Babel para que al final no sirva de nada. La moral de occidente se les aparecía a esa hora como una proxeneta, insinuándoles una a una todas las ilusiones de treinta siglos inevitablemente heredados, asimilados y masticados. Era duro renunciar a creer que una flor puede ser hermosa para la nada, era amargo aceptar que se puede bailar en la oscuridad. Las alusiones de Morelli a la inversión de los signos, a un mundo visto con otras y desde otras dimensiones, como preparación inevitable a una visión más pura (y todo esto en un paisaje resplandecientemente escrito, y a la vez sospechoso de burla, de helada ironía frente al espejo) los exasperaba al tenderles la percha de una casi esperanza, de una justificación, pero negándoles a la vez la seguridad total, manteniéndolos en una ambigüedad insoportable. Si algún consuelo les quedaba era pensar que también Morelli se movía en esa misma ambigüedad, orquestando una obra cuya legítima primera audición debía ser quizá el más absoluto de los silencios. Así avanzaban por las páginas, maldiciendo y fascinados, y la Maga terminaba siempre por enroscarse como gato en un sillón, cansada de incertidumbres, mirando cómo amanecía sobre los techos de pizarra, a través de todo ese humo que podía caber entre unos ojos y una ventana cerrada y una noche ardorosamente inútil.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 27 Dic 2012, 19:03

Morelli había pensado una lista de acknowledgments que nunca llegó a

incorporar a su obra publicada. Dejó varios nombres: Jelly Roll Morton, Robert

Musil, Dasetz Teitaro Suzuki, Raymond Roussel, Kurt Schwitters, Vieira da Silva,

Akutagawa, Anton Webern, Greta Garbo, José Lezama Lima, Buñuel, Louis

Armstrong, Borges, Michaux, Dino Buzzati, Max Ernst, Pevsner, Gilgamesh (?),

Garcilaso, Arcimboldo, René Clair, Piero di Cosimo, Wallace Stevens, Izak

Dinesen. Los nombres de Rimbaud, Picasso, Chaplin, Alban Berg y otros habían

sido tachados con un trazo muy fino, como si fueran demasiado obvios para

citarlos. Pero todos debían serlo al fin y al cabo, porque Morelli no se decidió a

incluir la lista en ninguno de los volúmenes
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 15 Jun 2013, 22:52

—En el fondo —dijo Gregorovius—, París es una enorme metáfora.

Golpeó la pipa, aplastó un poco el tabaco. La Maga había encendido otro

Gauloise y canturreaba. Estaba tan cansada que ni siquiera le dio rabia no

entender la frase. Como no se precipitaba a preguntar según su costumbre,

Gregorovius decidió explicarse. La Maga escuchaba desde lejos, ayudada por la

oscuridad de la pieza y el cigarrillo. Oía cosas sueltas, la mención repetida de

Horacio, del desconcierto de Horacio, de las andanzas sin rumbo de casi todos

los del Club, de las razones para creer que todo eso podía alcanzar algún sentido.

Por momentos alguna frase de Gregorovius se dibujaba en la sombra, verde o

blanca, a veces era un Atlan, otras un Estève, después un sonido cualquiera

giraba y se aglutinaba, crecía como un Manessier, como un Wifredo Lam, como

un Piaubert, como un Etienne, como un Max Ernst. Era divertido, Gregorovius

decía: «...y están todos mirando los rumbos babilónicos, por expresarme así, y

entonces...», la Maga veía nacer de las palabras un resplandeciente Deyrolles, un

Bissière, pero ya Gregorovius hablaba de la inutilidad de una ontología empírica

y de golpe era un Friedländer, un delicado Villon que reticulaba la penumbra y

la hacía vibrar, ontología empírica, azules como de humo, rosas, empírica, un

amarillo pálido, un hueco donde temblaban chispas blanquecinas.

—Rocamadour se ha dormido —dijo la Maga, sacudiendo el cigarrillo—. Yo

también tendría que dormir un rato.

—Horacio no volverá esta noche, supongo.

—Qué sé yo. Horacio es como un gato, a lo mejor está sentado en el suelo al

lado de la puerta, y a lo mejor se ha tomado el tren para Marsella.

—Yo puedo quedarme —dijo Gregorovius—. Usted duerma, yo cuidaré a

Rocamadour.

—Pero es que no tengo sueño. Todo el tiempo veo cosas en el aire mientras

usted habla. Usted dijo «París es una enorme metáfora», y entonces fue como

uno de esos signos de Sugai, con mucho rojo y negro.

—Yo pensaba en Horacio —dijo Gregorovius—. Es curioso cómo ha ido

cambiando Horacio en estos meses que lo conozco. Usted no se ha dado cuenta,

me imagino, demasiado cerca y responsable de ese cambio.

—¿Por qué una enorme metáfora?

—El anda por aquí como otros se hacen iniciar en cualquier fuga, el voodoo o

la marihuana, Pierre Boulez o las máquinas de pintar de Tinguely. Adivina que

en alguna parte de París, en algún día o alguna muerte o algún encuentro hay

una llave, la busca como un loco. Fíjese que digo como un loco. Es decir que en

realidad no tiene conciencia de que busca la llave, ni de que la llave existe.

Sospecha sus figuras, sus disfraces; por eso hablo de metáfora.

—¿Por qué dice que Horacio ha cambiado?

—Pregunta pertinente, Lucía. Cuando conocí a Horacio lo clasifiqué de

intelectual aficionado, es decir intelectual sin rigor. Ustedes son un poco así, por

allá, ¿no? En Matto Grosso, esos sitios.

—Matto Grosso está en el Brasil.

—En el Paraná, entonces. Muy inteligentes y despiertos, informadísimos de

todo. Mucho más que nosotros. Literatura italiana, por ejemplo, o inglesa. Y todo

el siglo de oro español, y naturalmente las letras francesas en la punta de la

lengua. Horacio era bastante así, se le notaba demasiado. Me parece admirable

que en tan poco tiempo haya cambiado de esa manera. Ahora está hecho un

verdadero bruto, no hay más que mirarlo. Bueno, todavía no se ha vuelto bruto,

pero hace lo que puede.

—No diga pavadas —rezongó la Maga.

—Entiéndame, quiero decir que busca la luz negra, la llave, y empieza a darse

cuenta de que cosas así no están en la biblioteca. En realidad usted le ha

enseñado eso, y si él se va es porque no se lo va a perdonar jamás.

—Horacio no se va por eso.

—También ahí hay una figura. El no sabe por qué se va y usted, que es eso

por lo cual él se va, no puede saberlo, a menos que se decida a creerme.

—No lo creo —dijo la Maga, resbalando del sillón y acostándose en el suelo—.

Y además no entiendo nada. Y no nombre a Pola. No quiero hablar de Pola.

—Siga mirando lo que se dibuja en la oscuridad —dijo amablemente

Gregorovius—. Podemos hablar de otras cosas, por supuesto. ¿Usted sabía que

los indios chirkin, a fuerza de exigir tijeras a los misioneros, poseen tales

colecciones que con relación a su número son el grupo humano que más abunda

en ellas? Lo leí en un artículo de Alfred Métraux. El mundo está lleno de cosas

extraordinarias.

—¿Pero por qué París es una enorme metáfora?

—Cuando yo era chico —dijo Gregorovius— las niñeras hacían el amor con

los ulanos que operaban en la zona de Bozsok. Como yo las molestaba para esos

menesteres, me dejaban jugar en un enorme salón lleno de tapices y alfombras

que hubieran hecho las delicias de Malte Laurids Brigge. Una de las alfombras

representaba el plano de la ciudad de Ofir, según ha llegado al occidente por vías

de la fábula. De rodillas yo empujaba una pelota amarilla con la nariz o con las

manos, siguiendo el curso del río Shan-Ten, atravesaba las murallas guardadas

por guerreros negros armados de lanzas, y después de muchísimos peligros y de

darme con la cabeza en las patas de la mesa de caoba que ocupaba el centro de la

alfombra, llegaba a los aposentos de la reina de Saba y me quedaba dormido

como una oruga sobre la representación de un triclinio. Sí, París es una metáfora.

Ahora que lo pienso también usted está tirada sobre una alfombra. ¿Qué

representa su dibujo? ¡Ah, infancia perdida, cercanía, cercanía! He estado veinte

veces en esta habitación y soy incapaz de recordar el dibujo de este tapiz...

—Está tan mugriento que no le queda mucho dibujo —dijo la Maga—. Me

parece que representa dos pavos reales besándose con el pico. Todo es más bien

verde.

Se quedaron callados, oyendo los pasos de alguien que subía.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 28 Sep 2013, 16:34

En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía, es decir que no podemos aprehender la acción sino tan sólo sus fragmentos eleáticamente recortados. No hay más que los momentos en que estamos con ese otro cuya vida creemos entender, o cuando nos hablan de él, o cuando él nos cuenta lo que le ha pasado o proyecta ante nosotros lo que tiene intención de hacer. Al final queda un álbum de fotos, de instantes fijos; jamás el devenir realizándose ante nosotros, el paso del ayer al hoy, la primera aguja del olvido en el recuerdo. Por eso no tenía nada de extraño que él hablara de sus personajes en la forma más espasmódica imaginable; dar coherencia a la serie de fotos para que pasaran a ser cine (como le hubiera gustado tan enormemente al lector que él llamaba el lector-hembra) significaba rellenar con literatura, presunciones, hipótesis e invenciones los hiatos entre una y otra foto. A veces las fotos mostraban una espalda, una mano apoyada en una puerta, el final de un paseo por el campo, la boca que se abre para gritar, unos zapatos en el ropero, personas andando por el Champ de Mars, una estampilla usada, el olor de Ma Griffe, cosas así. Morelli pensaba que la vivencia de esas fotos, que procuraba presentar con toda la acuidad posible, debía poner al lector en condiciones de aventurarse, de participar casi en el destino de sus personajes. Lo que él iba sabiendo de ellos por vía imaginativa, se concretaba inmediatamente en acción, sin ningún artificio destinado a integrarlo en lo ya escrito o por escribir. Los puentes entre una y otra instancia de esas vidas tan vagas y poco caracterizadas, deberían presumirlos o inventarlos el lector, desde la manera de peinarse, si Morelli no la mencionaba, hasta las razones de una conducta o una inconducta, si parecía insólita o excéntrica. El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces la líneas ausentes eran las más importantes este terreno no tenían límite.

Leyendo el libro, se tenía por momentos la impresión de que Morelli había esperado que la acumulación de fragmentos cristalizara bruscamente en una realidad total. Sin tener que inventar los puentes, o coser los diferentes pedazos de tapiz, que de golpe hubiera ciudad, hubiera tapiz, hubiera hombres y mujeres en la perspectiva absoluta de su devenir, y que Morelli, el autor, fuese el primer espectador maravillado de ese mundo que ingresaba en la coherencia.

Pero no había que fiarse, porque coherencia quería decir en el fondo asimilación al espacio y al tiempo, ordenación a gusto del lector-hembra. Morelli no hubiera consentido en eso, más bien parecía buscar una cristalización que, sin alterar el desorden en que circulaban los cuerpos de su pequeño sistema planetario, permitiera la comprensión ubicua y total de sus razones de ser, fueran éstas del desorden mismo, la inanidad o la gratuidad. Una cristalización en la que nada quedara subsumido, pero donde un ojo lúcido pudiese asomarse al calidoscopio y entender la gran rosa policroma, entenderla como una figura, imago mundis que por fuera del calidoscopio se resolvía en living room de estilo provenzal, o concierto de tías tomando té con galletitas Bagley.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 20 Nov 2013, 22:40

- Oh, Pola - dijo la Maga-. Yo sé más de ella que Horacio.

- ¿Sin haberla visto nunca. Lucía?

- Pero si la he visto tanto -dijo la Maga impaciente- Horacio la traía metida en el pelo, en el sobretodo, temblaba de ella, se lavaba de ella

- Etienne y Wong me han hablado de esa mujer- dijo Gregorovius- Los vieron un día en una terraza de café, en Saint-Cloud. Sólo los astros sabe qué podía estar haciendo toda esa gente en Saint-Cloud, pero así sucedió. Horacio la miraba como si fuera un hormiguero, parece. Wong se aprovechó más tarde para edificar una complicada teoría sobre las saturaciones sexuales; según él se podría avanzar en el conocimiento siempre que en un momento dado se lograra un coeficiente tal de amor (son sus palabras, usted perdone la jerga china) que el espíritu cristalizara bruscamente en otro plano, se instalara en una surrealidad. ¿Usted cree, Lucía?

-Supongo que buscamos algo así, pero casi siempre nos estafan o estafamos. París es un gran amor a ciegas, todos estamos perdidamente enamorados pero hay algo verde, una especie de musgo, qué se yo. En Montevideo era igual, una no podía querer de verdad a nadie, en seguida había cosas raras, historias de sábanas o pelos, y para una mujer tantas otras cosas, Ossip, abortos, por ejemplo. En fin.

- Amor, sexualidad ¿Hablamos de lo mismo?

-Sí - dijo la Maga-. Si hablamos de amor hablamos de sexualidad. Al revés ya no tato. Pero la sexualidad es otra cosa que el sexo, me parece.

- Nada de teorías -dijo inesperadamente Ossip-. Esas dicotomías. Como esos sincretismos... Probablemente Horacio buscaba en Pola algo que usted no le daba, supongo. Para traer las cosas al terreno práctico, digamos.

-Horacio busca siempre un montón de cosas- dijo la Maga-. Se cansa de mí porque no sé pensar, eso es todo. Me imagino que Pola piensa todo el tiempo.

-Pobre amor el que de pensamiento se alimenta - citó Ossip.

- Hay que ser justos- dijo la Maga-. Pola es muy hermosa, lo sé por los ojos con que me miraba Horacio cuando volvía de estar con ella, volvía como un fósforo cuando se lo prende y le crece de golpe todo el pelo, apenas dura un segundo, pero es maravilloso, una especie de chirrido, un olor a fósforo muy fuerte y esa llama enorme que después se estropea. Él volvía así y era porque Pola lo llenaba de hermosura. Yo se lo decía, Ossip, y era justo que se lo dijera. Ya estábamos un poco lejos aunque nos seguíamos queriendo todavía. Esas cosas no suceden de golpe. Pola fue viniendo como el sol en la ventana, yo siempre tengo que pensar en cosas así para saber que estor diciendo la verdad. Entraba de a poco, quitándome la sombra, y Horacio se iba quemando como en la cubierta del barco, se tostaba, era tan feliz.

- Nunca hubiera creído. Me pareció que usted... En fin, que Pola pasaría como algunas otras. Porque también habría que nombrar a Françoise, por ejemplo.

- Sin importancia- dijo la Maga, echando la ceniza al suelo- Sería como si yo citara a tipos como Ledesma, por ejemplo. Es cierto que usted no sabe nada de eso. Y tampoco sabe cómo terminó lo de Pola.

-No.

-Pola se va a morir- dijo la Maga-. No por los alfileres, eso era una broma aunque lo hice en serio, creáme que lo hice muy en serio. Se va a morir de un cáncer de pecho.

-Y Horacio...

-No sea asqueroso, Ossip. Horacio no sabía nada cuando dejó a Pola.

-Por favor, Lucía, yo...

-Usted sabe muy bien lo que está diciendo y queriendo aquí esta noche, Ossip. No sea canalla, no insinúe siquiera eso.

-¿Pero qué, por favor?

- Que Horacio sabía antes de dejarla.

- Por favor- repitió Gregorovius. Yo ni siquiera...

- No sea asqueroso- dijo monótonamente la Maga-. ¿Qué gana con querer embarrar a Horacio? ¿No sabe que estamos separados, que se ha ido por ahí, con esta lluvia?

- No pretendo nada – dijo Ossip, como si se acurrucara en el sillón-. Yo no soy así, Lucía, usted se pasa la vida malentendiéndome. Tendría que ponerme de rodillas, como la vez del capitán del Graffin, y suplicarle que me creyera, y que...

- Déjeme en paz- dijo la Maga-. Primero Pola, después usted. Todas esas manchas en las paredes, y esta noche que no se acaba. Usted sería capaz de pensar que yo la estoy matando a Pola.

- Jamás se me cruzaría por la imaginación,

- Basta, basta, Horacio no me lo perdonará nunca, aunque no esté enamorado de Pola. Es para reirse, una muñequita de nada, con cera de vela de Navidad, una preciosa cera verde, me acuerdo.

- Lucía, me cuesta creer que haya podido...

- No me lo perdonará nunca, aunque no hablemos de eso. Él lo sabe porque vio la muñequita y vio los alfileres. La tiró al suelo, la aplastó con el pie. No se daba cuenta de que era peor, que aumentaba el peligro. Pola vive en la rue Dauphine, él iba a verla casi todas las tardes. ¿Le habrá contado lo de la muñequita verde, Ossip?

- Muy probablemente- dijo Ossip, hostil y resentido-. Todos ustedes están locos.

- Horacio hablaba de un nuevo orden, de la posibilidad de encontrar otra vida. Siempre se refería a la muerte cuando hablaba de la vida, era fatal y nos reçíamos mucho. Me dijo que se acostaba con Pola y entonces yo comprendí que a él no le parecía necesario que yo me enojara o le hicierauna escena. Ossip, en realidad yo no estaba muy enojada, yo también podría acostarme con usted ahora mismo si me diera la gana. Es muy difícil de explicar, no se trata de traiciones y cosas por el estilo, a Horacio la palabra traición, la palabra engaño lo ponían furioso. Tengo que reconocer que desde que nos conocimos me dijo que él no se consideraba obligado. Yo hice la muñequita porque Pola se había metido en mi pieza, era demasiado, la sabía capaz de robarme la ropa, de ponerse mis medias, usarme el rouge, darle la leche a Rocamadour.

- Pero usted dijo que no la conocía.

- Estaba en Horacio, estúpido. Estúpido, estúpido Ossip. Pobre Ossip, tan estúpido. En su canadiense, en la piel del cuello, usted ha visto que Horacio tiene una piel en el cuello de la canadiense. Y Pola estaba ahí cuando él entraba, y en su manera de mirar, y cuando Horacio se desnudaba ahí, en ese rincón, y se bañaba parado en esa cubeta, ¿la ve Ossip?, Entonces de su piel iba saliendo Pola, yo la veía como un ectoplasma y me aguantaba las ganas de llorar pensando que en casa de Pola yo no estaría así, nunca Pola me sospecharía en el pelo o en los ojos o en el vello de Horacio. No sé por qué, al fin y al cabo nos hemos querido bien. No sé por qué. Porque no sé pensar y él me desprecia, por esas cosas.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 29 Abr 2014, 19:32

Andaban en la escalera.

-A lo mejor es Horacio -dijo Gregorovius.

-A lo mejor -dijo la Maga-. Más bien parecería el relojero del sexto piso, siempre vuelve tarde. ¿A usted no le gustaría escuchar música?

-¿A esta hora? Se va a despertar el niño.

-No, vamos a poner muy bajo un disco, sería perfecto escuchar un cuarteto. Se puede poner tan bajo que solamente escucharemos nosotros, ahora va a ver.

-No era Horacio -dijo Gregorovius.

-No sé -dijo la Maga, encendiendo un fósforo y mirando unos discos apilados en un rincón-. A lo mejor se ha sentado ahí afuera, a veces le da por ahí. A veces llega hasta la puerta y cambia de idea. Encienda el tocadiscos, ese botón blanco al borde de la chimenea.

Había una caja como de zapatos y la Maga de rodillas puso el disco tanteando en la oscuridad y la caja de zapatos zumbó levemente, un lejano acorde se instaló en el aire al alcance de las manos. Gregorovius empezó a llenar la pipa, todavía un poco escandalizado. No le gustaba Schoenberg pero era otra cosa, la hora, el chico enfermo, una especie de transgresión. Eso, una transgresión. Idiota, por lo demás. Pero a veces le daban ataques así en que un orden cualquiera se vengaba del abandono en que lo tenía. Tirada en el suelo, con la cabeza casi metida en la caja de zapatos, la Maga parecía dormir.

De cuando en cuando se oía un ligero ronquido de Rocamadour, pero Gregorovius se fue perdiendo en la música, descubrió que podía ceder y dejarse llevar sin protesta, delegar por un rato en un vienés muerto y enterrado. La Maga fumaba, tirada en el suelo, su rostro sobresalía una y otra vez en la sombra, con los ojos cerrados y el pelo sobre la cara, las mejillas brillantes como si estuviera llorando, pero no debía estar llorando, era estúpido imaginar que pudiera estar llorando, más bien contraía los labios rabiosamente al oír el golpe seco en el cielo raso, el segundo golpe, el tercero. Gregorovius se sobresaltó y estuvo a punto de gritar al sentir una mano que le sujetaba el tobillo.

-No haga caso, es el viejo de arriba.

-Pero si apenas oímos nosotros.

-Son los caños -dijo misteriosamente la Maga-. Todo se mete por ahí, ya nos ha pasado otras veces.

-La acústica es una ciencia sorprendente -dijo Gregorovius.

-Ya se cansará -dijo la Maga-. Imbécil.

Arriba seguían golpeando. La Maga se enderezó furiosa, y bajó todavía más el volumen del amplificador. Pasaron ocho o nueve acordes, un pizzicato, y después se repitieron los golpes.

-No puede ser -dijo Gregorovius-. Es absolutamente imposible que el tipo oiga nada.

-Oye más fuerte que nosotros, eso es lo malo.

-Esta casa es como la oreja de Dionisos.

-¿De quién? el muy infeliz, justo en el adagio. Y sigue golpeando, Rocamadour se va a despertar.

-Quizá sería mejor...

-No, no quiero. Que rompa el techo. Le voy a poner un disco de Mario del Monaco para que aprenda, lástima que no tengo ninguno. El cretino, bestia de porquería.

-Lucía -rimó dulcemente Gregorovius -. Es más de medianoche.

-Siempre la hora -rezongó la Maga-. Yo me voy a ir de esta pieza. Más bajo no puedo poner el disco, ya no se oye nada. Espere, vamos a repetir el último movimiento. No haga caso.

Los golpes cesaron, por un rato el cuarteto se encaminó a su fin sin que se oyeran siguiera los ronquidos espaciados de Rocamadour. La Maga suspiró, con la cabeza casi metida en el altoparlante. Empezaron a golpear otra vez.

-Qué imbécil -dijo la Maga-. Y todo es así, siempre.

-No se obstine, Lucía.

-No sea sonso, usted. Me hartan, los echaría a todos a empujones. Si me da la gana de oír a Schoenberg, si por un rato...

Se había puesto a llorar, de un manotazo levantó el pickup con el último acorde y como estaba al lado de Gregorovius, inclinada sobre el amplificador para apagarlo, a Gregorovius le fue fácil tomarla por la cintura y sentarla en una de sus rodillas. Empezó a pasarle la mano por el pelo, despejándole la cara. La Maga lloraba entrecortadamente, tosiendo y echándole a la cara el aliento cargado de tabaco.

-Pobrecita, pobrecita -repetía Gregorovius, acompañando la palabra con sus caricias-. Nadie la quiere a ella, nadie. Todos son tan malos con la pobre Lucía.

-Estúpido -dijo la Maga, tragándose los mocos con verdadera unción-. Lloro porque me da la gana, y sobre todo para que no me consuelen. Dios mío, qué rodillas puntiagudas , se me clavan como tijeras.

-Quédese un poco así -suplicó Gregorovius.

-No me da la gana -dijo la Maga- . ¿Y por qué sigue golpeando el idiota ese?

-No le haga caso, Lucía. Pobrecita...

-Le digo que sigue golpeando, es increíble.

-Déjelo que golpee -aconsejó incongruentemente Gregorovius.

-Usted era el que se preocupaba antes -dijo la Maga, soltándole la risa en la cara.

-Por favor, si usted supiera...

-Oh, yo lo sé todo, pero quédese quieto. Ossip -dijo de golpe la Maga, comprendiendo-, el tipo no golpeaba por el disco. Podemos poner otro si queremos.

-Madre mía, no.

-¿Pero no oye que sigue golpeando?

-Voy a subir y le romperé la cara -dijo Gregorovius.

-Ahora mismo -apoyó la Maga, levantándose de un salto y dándole paso-. Dígale que no hay derecho a despertar a la gente a la una de la mañana. Vamos, suba, es la puerta de la izquierda, hay un zapato clavado.

-¿Un zapato clavado en la puerta?

-Sí, el viejo está completamente loco. Hay un zapato y un pedazo de acordeón verde. ¿Por qué no sube?

-No creo que valga la pena -dijo cansadamente Gregorovius -. Todo es tan distinto, tan inútil. Lucía, usted no comprendió que... En fin, de todas maneras ese sujeto se podría dejar de golpear.

La Maga fue hasta un rincón, descolgó algo que en la sombra parecía un plumero, y Gregorovius oyó un tremendo golpe en el cielo raso. Arriba se hizo el silencio.

-Ahora podremos escuchar lo que nos dé la gana -dijo la Maga.

"Me pregunto", pensó Gregorovius, cada vez más cansado.

-Por ejemplo -dijo la Maga- una sonata de Brahms. Qué maravilla, se ha cansado de golpear. Espere que encuentre el disco, debe andar por aquí. No se ve nada.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 29 Abr 2014, 19:34

"Horacio está ahí afuera", pensó Gregorovius. "Sentado en el rellano, con la espalda apoyada en la puerta, oyendo todo. Como una figura de tarot, algo que tiene que resolverse, un poliedro donde cada arista y cada cara tiene su sentido inmediato, el falso, hasta integrar el sentido mediato, la revelación. Y así Brahms, yo, los golpes en el techo, Horacio: algo que se va encaminando lentamente hacia la explicación. Todo inútil, por lo demás". Se preguntó qué pasaría si tratara de abrazar otra vez a la Maga en la oscuridad. "Pero él está ahí, escuchando. Sería capaz de gozar oyéndonos, a veces es repugnante". Aparte de que le tenía miedo, eso le costaba reconocerlo.

-Debe ser éste -dijo la Maga-. Sí, es la etiqueta con una parte plateada y dos pajaritos. ¿Quién está hablando ahí afuera?

"Un poliedro, algo cristalino que cuaja poco a poco en la oscuridad", pensó Gregorovius. "Ahora ella va a decir esto y afuera va a ocurrir lo otro y yo... Pero no sé lo que es esto y lo otro".

-Es Horacio -dijo la Maga.

-Horacio y una mujer.

-No, seguro que es el viejo de arriba.

-¿El del zapato en la puerta?

-Sí, tiene voz de vieja, es como una urraca. Anda siempre con un gorro de astrakán.

-Mejor no ponga el disco -aconsejó Gregorovius-. Esperemos a ver qué pasa.

-Al final no podremos escuchar la sonata de Brahms -dijo la Maga furiosa.

"Ridícula subversión de valores", pensó Gregorovius. "Están a punto de agarrarse a patadas en el rellano, en plena oscuridad o algo así, y ella sólo piensa en que no va a poder escuchar su sonata". Pero la Maga tenía razón, era como siempre la única que tenía razón. "Tengo más prejuicios de lo que pensaba", se dijo Gregorovius. "Uno cree que porque la vida del affranchi, acepta los parasitismos materiales y espirituales de Lutecia, está ya del lado preadamita. Pobre idiota, vamos."

-The rest is silence -dijo Gregorovius suspirando.

-Silence my foot -dijo la Maga, que sabía bastante inglés-. Ya va a ver que la empiezan de nuevo. El primero que va a hablar va a ser el viejo. Ahí está. Mais qu'est-ce que vous foutez? -remedó la Maga con una voz de nariz-. A ver qué le contesta Horacio. Me parece que se está reindo bajito, cuando empieza a reirse no encuentra las palabras, es increíble. Yo voy a ver lo que pasa.

-Estaba tan bien -murmuró Gregorovius como si viera avanzar al ángel de la expulsión. Gérard David, Van der Weiden, el Maestro de Flemalle, a esa hora todos los ángeles no sabía por qué eran malditamente flamencos, con caras gordas y estúpidas pero recamados y resplandecientes y burguesamente condenatorios (Daddy -ordered- it, so-you-better-beat-it-you-lousy-sinners). Toda la habitación llena de ángeles, I looked up to heaven and what did I see /A band of angels comin' after me, el final de siempre, ángeles policías, ángeles cobradores, ángeles ángeles. Pudrición de las pudriciones, como el chorro de aire helado que le subía por dentro de los pantalones, las voces iracundas en el rellano, la silueta de la Maga en el vano de la puerta.

-C'est pas des façons, ça -decía el viejo-. Empêcher les gens de dormir à cette heure c'est trop con. J'me plaindrai à la Police, moi, et puis qu'est-ce que vous foutez là, vous planqué par terre contre la porte? J'aurais pu me casser la gueule, merde alors.

-Andá a dormir viejito -decía Horacio, tirado cómodamente en el suelo.

-Dormir, moi, avec le bordel que fait votre bonne femme? Ça alors comme culot, mais je vous préviens, ça ne passera pas comme ça, vous aurez de mes nouvelles.

-Mais de mon frère le Poète on a eu des nouvelles -dijo Horacio, bostezando-. ¿Vos te das cuenta este tipo?

-Un idiota -dijo la Maga-. Uno pone un disco bajito, y golpea. Uno saca el disco, y golpea lo mismo. ¿Qué es lo que quiere entonces?

-Bueno, es el cuento del tipo que sólo dejó caer un zapato, che.

-No lo conozco -dijo la Maga.

-Era previsible -dijo Oliveira-. En fin, los ancianos me inspiran un respeto mezclado con otros sentimientos, pero a éste yo le compraría un frasco de formol para que se metiera adentro y nos dejara de joder.

-Et en plus ça m'insulte dans son charabia de sales métèques -dijo el viejo-. On est en France, ici. Des salauds, quoi. On devrait vous mettre à la porte, c'est une honte. Q'est-ce que fait le Gouvernement, je me demande. Des Arabes, tous des fripouilles, bande de tueurs.

-Acabala con los sales métèques, si supieras la manga de franchutes que juntan guita en la Argentina -dijo Oliveira-. ¿Qué estuvieron escuchando, che? Yo recién llego, estoy empapado.

-Un cuarteto de Schoenberg. Ahora yo quería escuchar muy bajito una sonata de Brahms.

-Lo mejor va a ser dejarla para mañana -contemporizó Oliveira, enderezándose sobre un codo para encender un Gauloise-. Rentrez chez vous, monsieur, on vous emmerdera plus pour ce soir.

-Des fainéants -dijo el viejo-. Des tueurs, tous.
A la luz del fósforo se veía el gorro de astrakán, una bata grasienta, unos ojillos rabiosos. El gorro proyectaba sombras gigantescas en la caja de la escalera, la Maga estaba fascinada. Oliveira se levantó, apagó el fósforo de un soplido y entró en la pieza cerrando suavemente la puerta.

-Salud -dijo Oliveira-. No se ve ni medio, che.

-Salud -dijo Gregorovius-. Menos mal que te lo sacaste de encima.

-Per modo di dire. En realidad el viejo tenía razón, y además es viejo.

-Ser viejo no es motivo -dijo la Maga.

-Quizá no sea un motivo pero sí un salvoconducto.

-Vos dijiste un día que el drama de la Argentina es que está manejada por viejos.

-Ya cayó el telón sobre ese drama -dijo Oliveira-. Desde Perón es al revés, los que tallan son los jóvenes y es casi peor, qué le vas a hacer. Las razones de edad, de generación, de títulos y de clase son un macaneo inconmensurable. Supongo que si todos estamos susurrando de manera tan incómoda se debe a que Rocamadour duerme el sueño de los justos.

-Sí, se durmió antes de que empezáramos a escuchar música. Estás hecho una sopa, Horacio.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 24 May 2015, 16:23

-Fui a un concierto de piano -explicó Oliveira.

-Ah -dijo la Maga-. Bueno, sacate la canadiense, y yo te cebo un mate bien caliente.

-Con un vaso de caña, todavía debe quedar media botella por ahí.

-¿Qué es la caña? -preguntó Gregorovius-. ¿Es eso que llaman grapa?

-No, más bien como el barack. Muy bueno para después de los conciertos, sobre todo cuando ha habido primeras audiciones y secuelas indescriptibles. Si encendiéramos una lucecita nimia y tímida que no llegara a los ojos de Rocamadour.

La Maga prendió una lámpara y la puso en el suelo, fabricando una especie de Rembrandt que Oliveira encontró apropiado. Vuelta del hijo pródigo, imagen de retorno aunque fuera momentáneo y fugitivo, aunque no supiera bien por qué había vuelto subiendo poco a poco las escaleras y tirándose delante de la puerta para oír desde lejos el final del cuarteto y los murmullos de Ossip y la Maga. "Ya deben haber hecho el amor como gatos", pensó, mirándolos. Pero no, imposible que hubieran sospechado su regreso esa noche, que estuvieran tan vestidos y con Rocamadour instalado en la cama. Si Rocamadour instalado entre dos sillas, si Gregorovius sin zapatos y en mangas de camisa... Además qué carajo importaba si el que estaba ahí de sobra era él, chorreando canadiense, hecho una porquería.

-La acústica -dijo Gregorovius-. Qué cosa extraordinaria el sonido que se mete en la materia y trepa por los pisos, pasa de una pared a la cabecera de una cama, es para no creerlo. ¿Ustedes nunca tomaron baños de inmersión?

- A mí me ha ocurrido -dijo Oliveria, tirando la canadiense a un rincón y sentándose en un taburete.

-Se puede oír todo lo que dicen los vecinos de abajo, basta meter la cabeza en el agua y escuchar. Los sonidos se transmiten por los caños, supongo. Una vez, en Glasgow, me enteré de que los vecinos eran trotzkistas.

-Glasgow suena a mal tiempo, a puerto lleno de gente triste -dijo la Maga.

-Demasiado cine -dijo Oliveira-. Pero este mate es como un indulto, che, algo increíblemente conciliatorio. Madre mía, cuánta agua en los zapatos. Mirá, un mate es como un punto y aparte. Uno lo toma y después se puede empezar un nuevo párrafo.
-Ignoraré siempre esas delicias pampeanas -dijo Gregorovius-. Pero también se habló de una bebida, creo.

-Traé la caña -mandó Oliveira-. Yo creo que quedaba más de media botella.

-¿La compraron aquí? -preguntó Gregorovius.

"¿Por qué diablos habla en plural?", pensó Oliveira. "Seguro que se han revolcado toda la noche, es un signo inequívoco. En fin."

-no, me la manda mi hermano, che. Tengo un hermano rosarino que es una maravilla. Caña y reproches, todo viene en abundancia.

Le pasó el mate vacío a la Maga, que se había acurrucado a sus pies con la pava entre las rodillas. Empezaba a sentirse bien. Sintió los dedos de la Maga en un tobillo, en los cordones del zapato. Se lo dejó quitar, suspirando. La Maga sacó la media empapada y le envolvió el pie en una hoja doble del Figaro Littéraire. El mate estaba muy caliente y muy amargo.

A Gregorovius le gustó la caña, no era como el barack pero se le parecía. Hubo un catálogo minucioso de bebidas húngaras y checas, algunas nostalgias. Se oía llover bajito, todos estaban tan bien, sobre todo Rocamadour que llevaba más de una hora sin chistar. Gregorovius hablaba de Transilvania, de una aventuras que había tenido en Salónica. Oliveira se acordó de que en la mesa de luz había un paquete de Gauloises y unas zapatillas de abrigo. Tanteando se acercó a la cama. "Desde París cualquier mención de algo que esté más allá de Viena suena a literatura", decía Gregorovius, con la voz del que pide disculpas. Horacio encontró los cigarrillos, abrió la puerta de la mesa de luz para sacar las zapatillas. En la penumbra veía vagamente el perfil de Rocamadour boca arriba. Sin saber demasiado porqué le rozó la frente con un dedo. "Mi madre no se animaba a mencionar la Transilvania, tenía miedo de que la asociaran con historias de vampiros, como si eso... Y el tokay, usted sabe..." De rodillas al lado de la cama, Horacio miró mejor. "Imagínese desde Montevideo", decía la Maga. "Uno cree que la humanidad es una sola cosa, pero cuando se vive del lado del Cerro... ¿El tokay es un pájaro?" "Bueno, en cierto modo." La reacción natural, en esos casos. A ver: primero... (¿Qué quiere decir en cierto modo? ¿Es un pájaro o no es un pájaro?") Pero no había más que pasar un dedo por los labios, la falta de respuesta. "Me he permitido una figura poco original, Lucía. En todo buen vino duerme un pájaro". La respiración artificial, una idiotez. Otra idiotez, que le temblaran en esa forma las manos, estaba descalzo y con la ropa mojada (habría que friccionarlo con alcohol, a lo mejor obrando enérgicamente). "Un soir, l'âme du vin chantait dans les bouteilles", escandía Ossip. "Ya Anacreonte, creo..." Y se podía casi palpar el silencio resentido de la Maga, su nota mental: Anacreonte, autor griego jamás leído. Todos lo conocen menos yo. ¿Y de quién sería ese verso, un soir, l'âme du vin? La mano de Horacio se deslizó entre las sábanas, le costaba un esfuerzo terrible tocar el diminuto vientre de Rocamadour, los muslos fríos, más arriba parecía haber como un resto de calor pero no , estaba tan frío. "Calzar en el molde", pensó Horacio. "Gritar, encender la luz, armar la de mil demonios normal y obligatoria. ¿Por qué?" Pero a lo mejor, todavía... "Entonces quiere decir que este instinto no me sirve de nada, esto que estoy sabiendo desde abajo. Si pego el grito es de nuevo Berthe Trépat, de nuevo la estúpida tentativa, la lástima. Calzar en el guante, hacer lo que debe hacerse en esos casos. Ah, no, basta. ¿Para qué encender la luz y gritar si sé que no sirve para nada? Comediante, perfecto ****** comediante. Lo más que se puede hacer es..." Se oía el tintinear del baso de Gregorovius contra la botella de caña. "Sí, se parece muchísimo al barack." Con un Gauloise en la boca, frotó un fósforo mirando fijamente. "Lo va a despertar", dijo la Maga, que estaba cambiando la yerba. Horacio sopló brutalmente el fósforo. Es un hecho conocido que si las pupilas, sometidas a un rayo luminoso, etc. Quod erat demostrandum. "Como el barack, pero un poco menos perfumado", decía Ossip.

-El viejo está golpeando otra vez -dijo la Maga.

-Debe ser un postigo -dijo Gregorovius.

-En esta casa no hay postigos. Se ha vuelto loco, seguro.

Oliveira se calzó las zapatillas y volvió al sillón. El mate estaba estupendo, caliente y muy amargo. Arriba golpearon dos veces, sin mucha fuerza.

-Está matando las cucarachas -propuso Gregorovius.

-No, se ha quedado con sangre en el ojo y no quiere dejarnos dormir. Subí a decirle algo, Horacio.

-Subí vos -dijo Oliveira-. No sé por qué, pero a vos te tiene más miedo que a mí. Por lo menos no saca a relucir la xenofobia, el apartheid y otras segregaciones.

-Si subo le voy a decir tantas cosas que va a llamar a la policía.

-Llueve demasiado. Trabájatelo por el lado moral, elogiale las decoraciones de la puerta. Aludí a tus sentimientos de madre, esas cosas. Andá, haceme caso.

-Pero tengo tan pocas ganas -dijo la Maga.

-Andá, linda -dijo Oliveira en voz baja.

-¿Pero por qué querés que vaya yo?

-Por darme el gusto. Vas a ver que la termina.

Golpearon dos veces, y después una vez. La Maga se levantó y salió de la pieza. Horacio la siguió, y cuando oyó que subía la escalera encendió la luz y miró a Gregorovius. Con un dedo le mostró la cama. Al cabo de un minuto apagó la luz mientras Gregorovius volvía al sillón.

-Es increíble -dijo Ossip, agarrando la botella de caña en la oscuridad.

-Por supuesto. Increíble, ineluctable, todo eso. Nada de necrologías, viejo. En esta pieza ha bastado que yo me fuera un día para que pasaran las cosas más extremas. En fin, lo uno servirá de consuelo para lo otro.

-No entiendo -dijo Gregorovius.

-Me entendés macanudamente bien. Ça va, ça va. No te podés imaginar lo poco que me importa.

Gregorovius se daba cuenta de que Oliveira lo estaba tuteando, y que eso cambiaba las cosas, como si todavía se pudiera... Dijo algo sobre la cruz roja, las farmacias de turno.

-Hacé lo que quieras, a mí me da lo mismo -dijo Oliveira-. Lo que es hoy... Qué día, hermano.

Si hubiera podido tirarse en la cama, quedarse dormido por un par de años. "Gallina", pensó. Gregorovius se había contagiado de su inmovilidad, encendía trabajosamente la pipa. Se oía hablar desde muy lejos, la voz de la Maga entre la lluvia, el viejo contestándole con chillidos. En algún otro piso golpearon una puerta, gente que salía a protestar por el ruido.

-En el fondo tenés razón -admitió Gregorovius-. Pero hay una responsabilidad legal, creo.

-Con lo que ha pasado ya estamos metidos hasta las orejas -dijo Oliveira-. Especialmente ustedes dos, yo siempre puedo probar que llegué demasiado tarde. Madre deja morir infante mientras atiende amantes sobre alfombra.

-Si querés dar a entender...

-No tiene ninguna importancia, che.

-Pero es que es mentira, Horacio.

-Me da igual, la consumación es un hecho accesorio. Yo ya no tengo nada que ver con todo esto, subí porque estaba mojado y quería tomar mate. Che, ahí viene gente.

-Habría que llamar a la asistencia pública -dijo Gregorovius.

-Bueno, dale. ¿No te parece que es la voz de Ronald?

-Yo no me quedo aquí -dijo Gregorovius, levantándose-. Hay que hacer algo, te digo que hay que hacer algo.

-Pero si yo estoy convencidísimo, che. La acción, siempre la acción. Die Tätigkeit, viejo. Zás, éramos pocos y parió la abuela. Hablen bajo, che, que van a despertar al niño.
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Re: Qué maravillosa ocupación...

por Hay_sinla » 03 Oct 2015, 16:12

– Salud -dijo Ronald.

– Hola -dijo Babs, luchando por meter el paraguas.

– Hablen bajo -dijo la Maga que llegaba detrás de ellos-. ¿Por qué no cerrás el paraguas para entrar?

– Tenés razón -dijo Babs-. Siempre me pasa igual en todas partes. No hagás ruido, Ronald. Venimos nada más que un momento para contarles lo de Guy, es increíble. ¿Se les quemaron los fusibles?

– No, es por Rocamadour.

– Hablá bajo -dijo Ronald-. Y meté en un rincón ese paraguas de mierda.

– Es tan difícil cerrarlo -dijo Babs-. Con lo fácil que se abre.

– El viejo me amenazó con la policía -dijo la Maga, cerrando la puerta-. Casi me pega, chillaba como un loco. Ossip, usted tendría que ver lo que tiene en la pieza, desde la escalera se alcanza a ver algo. Una mesa llena de botellas vacías y en el medio un molino de viento tan grande que parece de tamaño natural, como los del campo en el Uruguay. Y el molino daba vueltas por la corriente de aire, yo no podía dejar de espiar por la rendija de la puerta, el viejo se babeaba de rabia.

– No puedo cerrarlo -dijo Babs-. Lo dejaré en ese rincón.
– Parece un murciélago -dijo la Maga -. Dame, yo lo cerraré. ¿Ves qué fácil?

– Le ha roto dos varillas -le dijo Babs a Ronald.

– Dejate de jorobar -dijo Ronald-. Además nos vamos en seguida, era solamente para decirles que Guy se tomó un tubo de gardenal.

– Pobre ángel -dijo Oliveira, que no le tenía simpatía a Guy.

– Etienne lo encontró medio muerto, Babs y yo habíamos ido a un vernissage (te tengo que hablar de eso, es fabuloso), y Guy subió a casa y se envenenó en la cama, date un poco cuenta.

– He has no manners at all -dijo Oliveira-. C’est regrettable.

– Etienne fue a casa a buscarnos, por suerte todo el mundo tiene la llave -dijo Babs-. Oyó que alguien vomitaba, entró y era Guy. Se estaba muriendo, Etienne salió volando a buscar auxilio. Ahora lo han llevado al hospital, es gravísimo. Y con esta lluvia -agregó Babs consternada.

– Siéntense -dijo la Maga – Ahí no, Ronald, le falta una pata. Está tan oscuro, pero es por Rocamadour. Hablen bajo.

– Preparales un poco de café -dijo Oliveira-. Qué tiempo, che.

– Yo tendría que irme -dijo Gregorovius-. No sé dónde habré puesto el impermeable. No, ahí no. Lucía…
– Quédese a tomar café -dijo la Maga -. Total ya no hay metro, y estamos tan bien aquí. Vos podrías moler café fresco, Horacio.

– Huele a encerrado -dijo Babs.

– Siempre extraña el ozono de la calle -dijo Ronald, furioso-. Es como un caballo, sólo adora las cosas puras y sin mezcla. Los colores
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