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HUMO GUERRERO
Las aspiraciones españolas en el Norte de África, que se fueron gestando a lo largo del siglo XIX, recibieron luz verde en la Conferencia de Algeciras (1906), al legitimarse la protección europea sobre Marruecos y concretarse un marco exterior favorable a su expansión colonialista en la zona. Aunque su viabilidad estuvo seriamente comprometida desde antes de que se viera materializado, tanto por la resistencia de los marroquíes a aceptar el dominio español como por la de los sectores sociales españoles más perjudicados por la aventura colonialista (recuérdese, por ejemplo, el desastre del barranco del Lobo y la rebelión popular de la Semana Trágica, acaecidos en 1909), finalmente el Protectorado español en Marruecos fue establecido en 1912.
En realidad, en aquel momento se desconocía casi todo acerca de Marruecos. Ni siquiera se sabía con exactitud la extensión de la zona sometida a tutela española (unos 20.000 km² de terreno abrupto, aunque de innegable importancia estratégica, pobremente comunicado y sin importantes salidas al Mediterráneo, excepción hecha de Ceuta y Melilla, en el que escarpadas montañas y áridas llanuras dejaban poco espacio para tierras cultivables). Se ignoraba también el número de habitantes al que había que proteger (las estimaciones variaban entre 600.000 y una cifra superior a un millón), aunque era sabido que se trataba de una población eminentemente rural (prácticamente en un 95%), con tan sólo dos núcleos urbanos de cierta entidad (Tetuán con unos 20.000 habitantes y Larache con apenas 10.000, pues Tánger, declarada zona internacional, quedó fuera del Protectorado).
Una costumbre exótica
Poco se sabía asimismo de las costumbres locales. Sin embargo, se tenía conocimiento desde hacía tiempo de que el consumo de kif, grifa, hachís y otros derivados cannábicos era una de ellas. Ilustres viajeros, que habían visitado Marruecos por distintos motivos, como el geógrafo Juan León Africano y el cronista Luis del Mármol Carvajal, ambos granadinos, que ya lo habían recorrido durante el siglo XVI, el aventurero Doménech Badia i Leblich (más conocido como Ali Bey), el liberal renegado León López Espila y el erudito Nemesio Fernández Cuesta y Picatoste, que hicieron lo propio en el siglo XIX, el escritor Pío Baroja, quien estuvo en calidad de corresponsal de guerra a principios del siglo XX, etcétera, habían dejado testimonio de primera mano del uso que de esta planta psicoactiva se hacía en el Norte de África. Y en casos de evidente desconocimiento, se imponía cierta curiosidad. Así, el novelista Pedro A. de Alarcón, quien estuvo como cronista de guerra en Marruecos en primera línea de fuego, en el frente de batalla, se refirió al kif en su Diario de un testigo de la Guerra de África (1860) como una «embriagadora hierba que no conozco todavía».
De todos modos, si tenemos en cuenta que España, como potencia colonial, invirtió quince años, es decir, la tercera parte del tiempo que duró el Protectorado, en pacificar y controlar la zona que se le había asignado en la Conferencia de Algeciras, no es descabellado suponer que prácticamente hasta los años 30 el uso de cannabis se mantuviera circunscrito a la población autóctona, no despertando demasiado interés en los colonizadores, sino más bien sentimientos de animadversión y desdén. De hecho, la mayoría de la colonia española que allí se estableció siempre mantendría esa actitud ante un hábito que el psiquiatra Luis Martín Santos, natural de Larache y autor de la excepcional novela Tiempo de silencio (1961), consideraba una «toxicomanía de países subdesarrollados». De ahí que el también psiquiatra Enrique González Duro asegure que «numerosas personas que por aquel entonces pasaron su juventud en Ceuta, Melilla, Tánger o Tetuán, no mostraron el menor interés o curiosidad por probar esta droga» y que «en los años cuarenta, y aún en los cincuenta, se la consideraba como una despreciable droga de moros, sólo apta para pobres y para gentes de mal vivir». Es más, incluso bastante tiempo después de que Marruecos alcanzara su independencia todavía sería «considerada como una minidroga un tanto plebeya», según expresión acuñada por el periodista Julio Camarero.
Sin embargo, en el momento en que las hostilidades abiertas dejaron de presidir las relaciones entre protegidos y protectores, el hábito de fumar kif, grifa y hachís comenzó a extenderse también entre los segundos, al menos entre unos cuantos. La inicial, y a la postre, principal vía de penetración fue el ejército colonial, y más concretamente los tercios de la Legión, así como mehalas y tropas regulares, compuestas íntegramente por soldados indígenas, pero cuya oficialidad estaba compuesta básicamente por españoles.
Una droga para el Glorioso Movimiento Nacional
Al estallar la guerra civil, el cannabismo no sólo había arraigado entre el contingente de marroquíes (rifeños, yebalas, gomaras e incluso combatientes originarios de la zona bajo dominio francés) que tomó parte en la contienda, en contra del gobierno legítimo de la República, en las filas del mismo ejército que los había aplastado no hacía ni una década, sino también entre los soldados españoles. En este sentido, algunos investigadores como el antropólogo Joan Pallarés y el filólogo José F. Batiste Moreno han apuntado la posibilidad de que hasta el propio Franco hubiera fumado kif ocasionalmente; pero lo innegable es que el co-fundador de la Legión llegó a pagar parte de la soldada de sus tropas bereberes en especia, en este caso cannábica, tal y como han puesto de manifiesto Roger Joseph, director de investigación del Institute of Science, Technology, Arts and Culture, en Fullerton (California), y el historiador David T. Courtwright. Más aún, después de que las tropas africanistas —principal baza de la facción del ejército sublevado— cruzaran el Estrecho, y a medida que fueron avanzando sobre territorio peninsular, llegaron a organizarse suministros regulares de kif y grifa desde los valles del Lukus y las serranías de Ketama hasta los frentes de batalla, con el conocimiento de la oficialidad de Intendencia, del Estado Mayor y hasta del Alto Mando. Tanto es así que, a juicio del escritor Fernando González, autor de la novela titulada Kábila (1980), el cannabis fue —junto con el aguardiente a granel, cantinero, más conocido como saltaparapetos— «la mayor motivación espiritual» que impulsó al «Glorioso Alzamiento Nacional, al menos en las trincheras».
Finalmente, la Victoria de Franco determinó que el consumo de derivados cannábicos se extendiera de forma considerable sin demasiados problemas en ciertos ambientes marginales propios de un régimen autárquico, tradicional y subdesarrollado, no sólo ya en el Protectorado sino también en las grandes capitales de la Península (Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla) y en las ciudades litorales más próximas a las costas norteafricanas: Huelva, Sanlúcar de Barrameda, El Puerto de Santa María, Cádiz, San Fernando, Barbate, Tarifa, Algeciras, La Línea de la Concepción, Málaga, Almería, Cartagena, Las Palmas de Gran Canaria, Santa Cruz de Tenerife, etcétera.
Los «grifotas» del subdesarrollo
Hay numerosos testimonios que confirman y a la vez ilustran el consumo de cannabis en esos ambientes marginales, que por lo demás eran ignorados o pasaban desapercibidos casi por completo a los abundantes e intransigentes moralistas y demás gente de orden de la época, entre otras cosas, porque era cosa de hombres, es decir, se trataba de una costumbre típicamente masculina. Por ejemplo, el novelista Alfonso Grosso dejó constancia de un recuerdo muy preciso que conservaba en su memoria de la Sevilla de 1946: la imagen de grupos de legionarios apostados en la Alameda de Hércules, que exhibían sus «brazos tatuados bebiendo mosto o copas de coñac de garrafa y fumando grifa, sin que nadie se lo prohibiera estimándose formaba parte de sus azarosas y frustradas vidas». Asimismo, Martín Santos consideraba que en el Madrid de 1949 la grifa se movía preferentemente entre «dos clases de clientela posible: el golfo arrabalero y el señorito degenerado». Según el doctor González Duro, en la capital del Estado, se podía comprar «de tapadillo» en un «cuartel de moros» cercano a la Plaza de Oriente y en otros lugares como «en la Plaza Mayor, en la Plaza del Dos de Mayo, en Vallecas, en Carabanchel, en algunos bares del barrio de Lavapiés, en ciertas bocas del Metro, en los cafetines de La Bombilla y hasta en el mismísimo banderín de Enganche de la Legión», e incluso había quien «plantaba el cáñamo en un terreno propio». El propio psiquiatra aclara que «se fumaba al aire libre, en las plazas públicas, en el Retiro, en la Casa de Campo, en la Plaza de Tirso de Molina, en ciertas tabernas, en fiestas populares, verbenas, salones de baile, etcétera». Por su parte, el periodista Raúl del Pozo recuerda que el camello más conocido de Madrid era El Cebolla, «que abastecía la puerta de los cabarets, donde los macarras charlaban toda la noche con los porteros vestidos de almirante hasta que salían las jais». El veterano periodista añade que la grifa corría abundantemente entre «los legionarios, los flamencos, los chulos, los carteristas, los burlas y las putas», y que solían venderla «las cigarreras de la Plaza de Tirso de Molina, las madamas de los prostíbulos de la calle de San Marcos o algún taxista gaditano, porque allá abajo los marineros y los braceros han vacilado con grifa desde siempre». Por lo que respecta a Barcelona, sabemos por el escritor y ensayista José Mª Carandell, gran conocedor de los entresijos de la vida cotidiana del momento, que la grifa «circulaba por los ambientes obreros y marginados de la capital catalana, y especialmente por el barrio chino», que la consumían «la mayoría de los delincuentes habituales y algunos obreros como evasión tras las interminables jornadas laborales» y que solían traerla «los legionarios, los soldados destinados a África, o los trabajadores emigrados a Argelia y a Marruecos». El doctor González Duro confirma que podía adquirirse «en su famoso barrio chino, en la calle de las Cadenas, en la calle de San Jerónimo, en la Barceloneta o en el Campo de la Bota». Gracias al antropólogo Oriol Romaní conocemos también la existencia de algunos minoristas de grifa como El Botas, un ex legionario que se había criado en las callejuelas del barrio chino, y El Jefe, un limpiabotas que solía apostarse en la calle de las Tapias, junto a las puertas del que fue Cine Diana. Para completar este esbozo acerca del panorama cannábico de la Barcelona de la autarquía, también podemos citar al novelista Luis Goytisolo, que en su recuento personal evocaba el ambiente de las «callejas intrincadas con sus antros que olían a grifa» y apuntaba el caso de un preso de confianza de la cárcel Modelo que abastecía a los demás reclusos de alcohol «y hasta de grifa».
A finales de los años 40, los Servicios de Neuropsiquiatría del Hospital Provincial de Madrid atendieron algunos casos, seguramente excepcionales, de fumadores de kif y grifa. El psiquiatra J. López de Lerma Peñasco, de la cátedra de Psiquiatría de la Universidad de Madrid, estudió y describió siete casos clínicos de usuarios de cannabis, todos ellos varones, que ingresaron en dicho servicio entre 1948 y 1950, y recogió el testimonio de un octavo consumidor del que había tenido conocimiento a través de uno de los anteriores pacientes. Todos, sin excepción, se habían iniciado después de la guerra civil: dos en la Legión, dos durante el servicio militar que habían cumplido en África, uno en Prisiones Militares y tres en Madrid. Uno era camarero (20 años), otro cabo del Escuadrón de la Remonta de Caballería (23 años) y un tercero vendedor ambulante de ajos y limones (34 años), también había un sastre (24 años), un pintor de coches (28 años) y tres sin empleo conocido (23, 21 y 18 años). Lo cual sugiere que, a estas alturas, el empleo de kif y grifa ya estaba muy extendido en la Península, y no sólo entre la soldadesca africanista o ex africanista y entre marginales, sino también entre individuos socialmente integrados.
Otro psiquiatra que también había prestado servicios en la Clínica Psiquiátrica del Hospital Provincial de Madrid, el doctor Antonio López Zanón, publicaría con posterioridad otro estudio sobre catorce casos de fumadores de grifa, iniciados en su mayoría durante los años 40 y 50, que vino a reforzar la vinculación entre dicho hábito y el Tercio, pues diez de los sujetos investigados se habían alistado en dicho cuerpo. Sin embargo, también puso de manifiesto el arraigo del uso de grifa en el territorio peninsular, ya que uno de los fumadores había tenido su primera experiencia en un salón de baile de Madrid, otro había sido iniciado por una prostituta en Barcelona, un tercero había sido «inducido por unos muchachos de Carabanchel» a la edad de diez años y, finalmente, había otro que ya había fumado antes de enrolarse en las filas de la Legión. Sabemos por este estudio que algunos hacían del uso de grifa un hábito solitario, pero la mayoría fumaba en grupo e incluso uno de ellos había consumido grifa en «una especie de círculo sexual-toxicómano en el que se reunían tres o más parejas». La cantidad consumida por estos grupos podía variar entre «un kilo de kifi por semana» o «un kilogramo diario de la droga». Gracias a uno de los testimonios recogidos tenemos noticias del incremento que sufría el precio de la planta en la Península con respecto al precio de origen (en territorio marroquí): un kilo de kif en Larache valía unas 50 pesetas, mientras que un simple «petardo de grifa», comprado en Madrid, podía costar entre 5 y 15 pesetas. Finalmente, podemos considerar que el estudio de López Zanón evidencia la existencia de cierta subcultura, que se manifestaba en la observancia de ciertos rituales y en el empleo de un argot asociado específico en los círculos de fumadores de cannabis de la época («rollo», «rollo chungo», «enrollarse», «vacilar», «vacilón», «colocarse», «muermo», «petardo», «mandanga», «puerro», que con el tiempo derivaría en «porro», etcétera) y que en buena medida perviven en la actualidad.
Por lo demás, cabe decir que el consumo de derivados cannábicos no se limitó a la zona del Protectorado, sino que también estaba muy extendido en el enclave español de Ifni. Sin ir más lejos, el teniente coronel José Mañoso Flores y el capitán Manuel Cortés Blanco, en su Perspectiva histórica de las drogas desde un punto de vista militar (2000), recogen el siguiente testimonio de otro militar que estuvo destinado en su capital, Sidi Ifni, durante la guerra que se libró entre 1957 y 1958 contra fuerzas irregulares del Ejército de Liberación del Sur Marroquí: «La grifa era de uso habitual [...] allí se fumaba mucho y bastaba con andar un poco por determinadas calles para poderla encontrar. Había gente que pasaba el día con ella; gente a la que, por estar aparentemente idos, les llamábamos “grifotas”, una palabra entre grifa (lo que tomaban) e idiotas (como parecían quedarse después de dicho consumo) [...] También entre mis propios compañeros hubo quien la consumió. Muchas veces no había nada que hacer y la hierba ayudaba a sobrellevar el calor, el aburrimiento, la tensión del combate o el estar lejos de casa».
Voces de alarma
A comienzos de la década de los 50 comenzaron a manifestarse algunas voces de alarma ante el consumo de derivados cannábicos. Así, en 1952 Javier Blanco Juste, un farmacéutico que había visitado el Protectorado (,) y se ufanaba de no haber dispensado en cincuenta años de profesión ni una sola fórmula de cáñamo indiano (,) —pues a su juicio no sólo carecía de interés terapéutico, sino que además le resultaba «antipático» como fármaco—, escribió un artículo titulado «La grifa marroquí» (,) en la revista El Monitor de la Farmacia y de la Terapéutica, con el ánimo de contribuir a la desaparición de «un vicio tan repugnante y peligroso para la sociedad». El boticario (,) describía el uso de grifa como un vicio preferentemente solitario, que circunscribía a nativos y a «la mujer prostituida», pero mencionaba la existencia de «fumaderos» y temía que «legionarios, regulares, mehalas, comerciantes, gente española en relación con Marruecos» pudieran «exportarlo» al territorio peninsular. Según Blanco Juste, las plantaciones de cannabis se encontraban «en las tribus o cábilas de Ketama y Tamoró», aunque reconocía que se cultivaba hasta en los huertos de Xauen. También informaba de que el kif estaba «intervenido por la Tabacalera marroquí y perseguido como contrabando», pero se lamentaba de la pasividad de las autoridades ante «la elaboración y venta de la grifa», a la vez que no dudaba en proponer la persecución de «fumaderos y fumadores [...] y si preciso fuera, destruir las plantaciones de cáñamo».
Acto seguido la misma revista publicó otro artículo insistiendo sobre el empleo de grifa en la zona del Protectorado. Su autor, Carlos Rodríguez Iglesias, manifestaba el «asombro e indignación» que le producía el incremento que había experimentado el uso de «ese tabaco maldito», que ya alcanzaba a toda la zona tutelada: «Larache, Alcazarquivir, Xauen, Tetuán etcétera, y en las plazas de soberanía de Ceuta y Melilla y su territorio; es decir, desde la costa marroquí del Atlántico hasta el río Muluya, límite de nuestro Protectorado». Residente en la zona y buen conocedor del territorio, Rodríguez Iglesias no sólo denunciaba la extensión de un hábito «tan enorme y descarado», sino que se mostraba escandalizado por la «indiferencia» con que se contemplaba «tan funesto vicio». Según este observador, el empleo era «corriente, tan corriente que en la kábila, en las calles de los poblados y de las ciudades, en los cafetines morunos (aquí está el cuartel general de los fumadores) y hasta en ciertos cines de barrio» se fumaba «grifa a placer». También aportaba algunas apreciaciones sobre el perfil sociológico de los consumidores de grifa al asegurar que «un 80 por 100 de los delincuentes marroquíes y una buena parte de los delincuentes cristianos» eran «grifotas», que según aclaraba era el término que se empleaba en el Protectorado para «designar al fumador empedernido de grifa». Nada decía, sin embargo, acerca del 20% de «grifotas» marroquíes y de la mayor parte de «grifotas» españoles no delincuentes, ni tampoco si, además de fumadores empedernidos, había usuarios ocasionales. No importaba porque, en definitiva, su intención no era otra que «dar la voz de alarma y atacar el mal de raíz» y provocar el celo de las autoridades competentes.
Al año siguiente, dos diplomados en Neuropsiquiatría con amplia experiencia en Ceuta, los doctores Amador Fernández Sánchez y Rafael González Mas publicaron en otra revista científica un trabajo sobre los «clubs de fumadores de haschisch en el Marruecos Español» y que según los citados médicos se encontraban «rodeados del mayor misterio y al margen de la ley». El hecho de hablar precisamente de «clubs», (y no de fumaderos, reuniones o cualquier otro genérico,) sugería que en su opinión el empleo de cannabis no era tanto una actividad espontánea e informal, sino vinculada a ciertos círculos más o menos organizados. A diferencia de Rodríguez Iglesias, que hablaba de un consumo básicamente urbano, según Fernández Sánchez y González Mas, las reuniones se efectuaban en «sitios aislados y alejados de los centros de población, muy frecuentemente en el campo o en determinadas casas musulmanas» y sus concurrentes solían ser «europeos», aunque unidos todos ellos no por el perfil de su conducta criminal —tal y como había apuntado Rodríguez Iglesias— sino por el «denominador común de su pertenencia al círculo de las personalidades psicopáticas».
Ambos autores cifraban «de seis a doce» el número de asistentes que solían integrar cada reunión, dando lugar a unos «especiales rituales» que, a juicio de los dos neuropsiquiatras, lindaban con «el mundo de lo novelesco», y que abarcaban desde el manicurado de la planta hasta su consumo compartido en un marco grupal, pasando por el empleo de un argot y unos útiles que, cuanto menos, se les antojaban pintorescos. Los doctores Fernández Sánchez y González Mas describieron una figura inédita hasta el momento en los anteriores trabajos publicados, pero fundamental a juzgar por su papel integrador en las reuniones de fumadores de hachís: el «rollista», que no era sino cualquiera de ellos que se erigía espontáneamente en «director de las conversaciones», estimulando la imaginación y fantasías del resto del grupo. Por lo demás, los dos neuropsiquiatras hablaban de «obediencia ciega» por parte de los usuarios de hachís, aunque no decían a quién —¿al «rollista», quizá? —, pero destacaban la ausencia de efectos secundarios especialmente adversos.
Al mes siguiente de aparecer este artículo, el doctor Rafael González Mas en solitario publicaba un nuevo artículo en otra revista científica sobre lo que él denominaba «toxicomanía por cáñamo indiano». La única novedad de interés que aportaba el doctor González Mas era la constatación de que el consumo de hachís no obedecía jamás a «una apetencia tisular, metabólica o funcional, orgánica, en fin», sino que respondía a un deseo psicológico. En cualquier caso, y dado el carácter gremial de los fumadores, apuntaba hacia la clausura de sus centros de reunión —al igual que había propugnado el farmacéutico Blanco Juste— como principal medida preventiva y profiláctica.
Algunas medidas represivas
Es verdad que, tal y como recuerda el psiquiatra Enrique González Duro, «en cierto modo la policía lo toleraba o hacía la vista gorda, porque no consideraba la grifa en sí mismo peligrosa, y los jueces, prácticamente tampoco se preocupaban de ello». Pero hablar de pasividad por parte de las autoridades gubernativas de la época no es del todo riguroso. De hecho, coincidiendo con las primeras voces de alarma expresadas, prensa de todo el Estado informaba del descubrimiento de un «fumadero de grifa» por parte de la policía en una casa del barrio de Capuchinos, en pleno centro de Málaga, así como de la detención de «varios delincuentes» que se encontraban reunidos en dicho local. También sabemos, por una memoria de la Junta Provincial del Patronato de Protección a la Mujer de Sevilla, que el «empleo y uso» de grifa, que «procedente del Marruecos Español se introdujo en la Península», podía «considerarse casi con caracteres alarmantes» y que en el trienio comprendido entre 1950 y 1952 se instruyeron en la provincia andaluza cuatro sumarios «por el comercio y consumición de la mariguana». Asimismo, en 1952 el fiscal de la Audiencia de Tenerife informó al fiscal del Tribunal Supremo sobre algunos delitos cometidos en su jurisdicción por comercio ilícito de grifa.
Posteriormente, a través de un dahir de 29 de diciembre de 1954 se aprobó un reglamento para la represión del contrabando de tabaco y kif en la zona del Protectorado español en Marruecos y a los pocos meses el Diario de Barcelona informaba de una redada policial practicada en un fumadero de grifa que regentaba una mujer en la calle San Ramón, en pleno corazón del barrio chino, siendo detenidos (de) tres individuos que «fumaban plácidamente», así como (de) «otros muchachos que esperaban turno para adquirir por tres pesetas un pitillo de dicha droga con esa inconsciencia propia de la juventud». Iniciativas como estas vinieron a coincidir con una disminución del tráfico de grifa registrado por los fiscales de Cádiz y Tenerife en 1956, lo que les llevó a valorar positivamente la «eficaz persecución y ejemplar represión».
Con todo, en 1962, ya después de haber alcanzado Marruecos su independencia, el juzgado de Almería informó acerca de un sumario incoado contra varias personas en relación con los «15 kilogramos de cáñamo indio que habían adquirido en Marruecos para su venta en la Península» y el fiscal de la Audiencia Provincial de Tenerife acusó «el arraigo de la venta y especulación con la grifa, como figura contra la salud pública», de lo cual tomó buena nota el fiscal del Tribunal Supremo, Ildefonso Alamillo Salgado, en su memoria anual.
La expansión del cannabis en España
Pese a la creciente represión, nada pudo impedir que el cannabismo se siguiera extendiendo paulatinamente. Los autores que se han interesado por el asunto se han limitado a señalar, e incluso amplificar, el papel desempeñado por la Legión[1]. Y es verdad que el rol desempeñado por este cuerpo del Ejército español ha sido decisivo no sólo en la introducción y posterior difusión del hábito cannábico en la Península, sino también en otros países, habida cuenta de la cantidad de extranjeros de distintas nacionalidades enrolados en el Tercio[2]; pero lo cierto es que la influencia hispano-marroquí sobre el conjunto de la sociedad española durante estos más de cuarenta años de Protectorado resultó más compleja y tuvo mayor alcance.
Es verdad que la élite colonial del Protectorado, conformada por industriales vascos y catalanes y financieros madrileños, así como por burócratas encargados de la organización política y administrativa del territorio, no se interesó demasiado por el uso de cannabis, siendo éste un hábito fuertemente extendido entre legionarios y demás patulea africanista (incluidos los soldados de reemplazo que cumplían el servicio militar en África por sorteo), por no mencionar los estratos más marginales e ignorados por la sociedad del momento (limpiabotas, prostitutas, golfos, chulos, rateros, carteristas y otros delincuentes de poca monta). Sin embargo, no es menos cierto que entre 1912 y 1956 se iniciaron en su consumo muchos ciudadanos completamente integrados y socialmente normalizados, de un amplio espectro social, que conocieron la sustancia en Marruecos o gracias a las especiales relaciones entabladas durante esos años con residentes en el Protectorado: comerciantes y modestos capitalistas levantinos y andaluces interesados en aumentar sus exportaciones, funcionarios civiles, policías, empleados de las concesiones ferroviarias, de las compañías eléctricas, del sector naviero asociado al transporte tanto de mercancías como de viajeros, de la banca privada, de agencias de seguros, de la hostelería, del transporte urbano (tranvías en Tetuán) y por carretera, operarios de radiodifusión, de la industria de armamento y de los distintos monopolios, peones y obreros cualificados que se ocuparon de la explotación de los recursos indígenas (mineros, forestales, agrícolas, pesqueros, etcétera) y los ensanches urbanos, marineros y pescadores, arrieros, operarios que acudieron a la tala masiva de árboles en las serranías del Rif (una de las razones, junto al incremento de la demanda, que favorecieron la ampliación de las áreas dedicadas al cultivo de cannabis) y toda suerte de emigrantes peninsulares que desempeñaron los trabajos más duros y peor pagados, desde la construcción hasta el servicio doméstico.
Así, por citar tres ejemplos distintos, el cantante Miguel de Molina fumó kif por primera vez en el cafetín del Barrio Árabe construido en Sevilla con motivo de la Exposición Iberoamericana celebrada en 1929; el escritor y poeta José Manuel Caballero Bonald (n. 1926), siendo todavía alumno de la Escuela Náutica de Cádiz, realizó un viaje organizado de estudios a Marruecos durante el verano de 1947 y en Tetuán adquirió una «pequeña pastilla» de hachís, que ingirió algunos días más tarde ya de vuelta, con «arrebatado regocijo»; y el también escritor Gonzalo Torrente Malvido (n. 1935) se inició en el consumo de grifa entre los años 40-50 en el madrileño Colegio Ramiro de Maeztu, donde funcionaba un internado hispano-marroquí en el que coincidían alumnos españoles, más o menos díscolos, con hijos de mandatarios, altos funcionarios, militares de alta graduación y otros notables de Marruecos.
Mención aparte merece aquella ville de plaisir que fue el Tánger internacional como punto de iniciación cannábica para no pocos españoles, tanto pertenecientes a clases más populares como a la élite colonial. Destaca, en este sentido, el testimonio del novelista marroquí Mohamed Chukri (n. 1935), quien se trasladó con su familia en 1945 a vivir a Tánger y allí comenzó a frecuentar antros y cafetines y a fumar kif con sus amigos —muchos de ellos gitanos y andaluces— porque era «más barato y produce mayor efecto que el tabaco». Y no hace mucho el esteta y decorador Pepe Carleton, quien formó parte con su amigo Emilio Sanz de Soto del círculo de ilustres bohemios norteamericanos y europeos que giraba en torno a Paul y Jane Bowles, recordaba una fiesta celebrada en 1949 en la que «sólo había champaña y kif» y en la que había invitados de la talla del escritor Truman Capote, la decoradora Ira Belline, el fotógrafo Cecil Beaton, la Comtesse della Faille, el también aristócrata David Herbert, el empresario Jay Haselwood, etcétera. Incluso después de la independencia de Marruecos, el hechizo tangerino siguió obrando sobre el imaginario de muchas personas, como el del cómico y humorista Miguel Gila (1919-2001), quien en la primavera de 1957 vivió una «experiencia inolvidable» durante cerca de «dos horas» en un «fumadero de kif», al que acudió acompañado por Marita Salama, que era una mujer «muy respetada por los habitantes de Tánger».
El consumo de cannabis: un hábito cultural enraizado
Tampoco es menos cierto que algunos de los jóvenes que a principios de los 60 decidieron comenzar a fumar marihuana, haciendo de este uso un símbolo contrario al convencionalismo social, como fue el caso de Antonio Escohotado (n. 1941), Mariano Antolín Rato (n. 1943), Gaspar Fraga (n. 1944) y Fernando Sánchez Dragó (n. 1936) entre otros, consiguieron las primeras muestras de grifa que probaron en su vida a través de legionarios que habían acudido a Madrid para tomar parte del entonces llamado Desfile de la Victoria. Este dato anecdótico no viene sino a reforzar algo que ya pusieron de relieve hace años el cronista underground Pau Malvido y el antropólogo Oriol Romaní: (que) en muchos casos la subcultura que habían desarrollado durante los años 40 y 50 los «grifotas» del subdesarrollo en el Estado español conectó y en parte se adaptó, o fue asimilada, por las nuevas subculturas juveniles emergentes (beatniks, hippies). Lógicamente esta fusión o convergencia estuvo propiciada por compartir un carácter esencialmente marginal. Luego, como es sabido, la marihuana pasó a ser la sustancia prohibida demandada y consumida por un mayor número de españoles y, desde entonces, así se ha mantenido. De hecho, algunos autores consideran hoy que el cannabis en España puede entenderse como una especie de «nexo de unión entre generaciones».
Podemos concluir diciendo que el papel del Ejército en la difusión del uso de cannabis, especialmente el desempeñado por la Legión, resultó decisivo. Pero no fue el único factor determinante en la expansión de una cultura —o subcultura— cannábica en el Estado español. Por todo esto, asombra la ignorancia —o el simple interés intoxicador— que demuestran aquellos que se oponen actualmente por sistema a cualquier intento de debate sobre una eventual legalización del cannabis alegando que dicho cambio «supondría incorporar otra sustancia a nuestra cultura, además del alcohol y el tabaco». Y no se trata de crear una «imagen positiva», ni de provocar una «deliberada política de confusión» sobre dicha planta, como acusan otros, sino de ser fieles y respetuosos con la historia.
Juan Carlos Usó, en Cáñamo (La revista de la cultura del cannabis), nº especial 2005, pp. 52-62.
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