por Hay_sinla »
20 May 2012, 17:35
Terry Southern
La sangre de una peluca forma parte de la recopilación de escritos, artículos y entrevistas en torno a la droga, la música, la política, la CIA, el periodismo y la moral convencional que, bajo el título original de Red-dirt marijuana and other tastes, se publicó en 1967.
LA SANGRE DE UNA PELUCA
Mi experiencia más extraña con drogas, ahora que lo pienso, no tuvo lugar en el beat Village o en los tugurios de Harlem, sino durante una corta racha con la gente de diez-a-cuatro de Mad Ave.15
Sucedió que un amigo mío que estaba trabajando en Lance (“La Revista para Hombres”) me telefoneó una mañana; sabía que yo estaba apurado.
—Uno de nuestros redactores está de baja con sífilis o algo así —dijo—, ¿quieres ocupar su puesto por unos días? Yo estaba todavía bastante dormido, así que intenté calmarlo un poco disparando unas cuantas cuestiones incisivas sobre la naturaleza del currelo que no pareció comprender.
—Bueno —dijo finalmente—, no tendrás que hacer nada, si es a eso a lo que te refieres. —Tenía una peculiar forma de expresarse, áspera y sombría. Su nombre era John Fox, un ex-Yalie16 y escritor fracasado, ya que tenía constantemente que “guardarlo otra vez en el cajón”, como él lo expresaba (áspera, sombríamente) y tomar uno de esos trabajos demenciales de Mad Ave, y siempre por alguna extraña razón… ahora, por ejemplo, para pagar los análisis de mamá.
En cualquier caso, acepté el puesto y estuve trabajando allí alrededor de tres semanas. No era verdad, claro, lo que dijo sobre no tener que hacer nada —me lo explicó como si casi no tuviera que levantarme de la cama— pero después de tres semanas mi rutina era bastante suave: levantarse a las diez, lavarse la cara, cepillarse los dientes, camisa limpia, dex,17 y listo. Tenía una máquina de afeitar a pilas que me agencié por cinco billetes en una chatarrería, así que me afeitaba con ella en el taxi, y entraba en la oficina a las diez y media más o menos, más fresco que una lechuga. Luego, en mi propio despachito, cerraba la puerta y empezaba a amontonar los originales no solicitados para devolverlos por correo. Recibíamos una increíble cantidad de originales, alrededor de doscientos al día, y estaban divididos en dos categorías: 1) Los enviados por agentes y 2) los que venían a palo seco, directamente del autor. La proporción era de aproximadamente tres a uno, a favor de la última, que formaba un gigantesco montón llamado “el montón de mierda”, o (por las lectoras) “el cubo de la basura”. Éste siempre contenía un montón de sellos de correo para la devolución, así que en seguida fui capaz de complementar mi paga semanal con siete u ocho dólares al día en sellos de correo. Todos los demás consideraban al “montón de mierda” como algo horriblemente repugnante, especialmente las sensibles (“basura”) lectoras, así que fue un motivo de irritación y disgusto para mi secretaria cuando le dije por primera vez que deseaba leer “todos los manuscritos no solicitados y ninguno de los manuscritos enviados por los agentes”.
John Fox lo encontró casi incomprensible.
—¡Estás chalado! —dijo—. ¡Ja! ¡Espera hasta que intentes leer una de esas porquerías del montón de mierda!
Sin embargo le expliqué que tenía una teoría (y al principio estaba convencido de ella) sobre la existencia de una literatura pura, primitiva, popular, que, de existir, sólo podría salir de entre los manuscritos no solicitados. Ya que algo fantástico, algo realmente fantástico, incluso increíble, podría surgir de allí, mientras que el material de los agentes sería la misma vieja porquería de siempre. Así que, aparte de almacenar los sellos, leería cada uno de los manuscritos del montón de mierda con mucho cuidado, descubriendo las sutilezas, ingeniosidades, entendería a varios niveles lo que ahora sólo era un montón de estupideces evidentes. Pensaría que cada uno era un descubrimiento, una fresca y curiosa parodia de alguna especie, y leería más, y más, todo hasta el final, esperando el sueldo… pero, por supuesto, nunca llegó a suceder, y gradualmente empecé a revisar mi teoría y a perfeccionar mi método. En la segunda semana era ya capaz de rechazar un manuscrito tras leer la primera frase, y a la tercera podía rechazarlo a menudo basándome sólo en el título, teniendo como principio que si un autor se permitía un título exageradamente llamativo, era incapaz de escribir una historia que mereciese la pena leer. (Eso fue exhaustivamente probado y comprobado antes de ser llevado a la práctica.) Luego, en vez de leer realmente manuscritos, pasaría horas, más bien días, pensando, tratando de perfeccionar y depurar mi método de rechazo-relámpago. Fui capaz de llevarlo un poco más lejos, pero no mucho. Por ejemplo, cualquier autora que usase “Sra.” en su nombre podía rechazarse a primera vista, menos si se empleaba delante de un solo apellido, como “Sra. Carter”, en cuyo caso podría tratarse de una rareza. Y también, cualquier autor que emplease una inicial entre el nombre y el apellido, o un “Jr.” en su apellido, ¡devuelto inmediatamente! Sabía que con esto último estaba arriesgándome demasiado (debido a Conell y Selby), pero me dije, qué coño, sería incapaz de coordinar todos los movimientos rápidos de esta especie de operación sincronizada que tenía en la cabeza si empezaba a hacer excepciones, las cuales, después de todo, venían a ser las excepciones que digamos confirmaban la regla, más o menos. En todo caso, ahí estaba el final de la tercera semana y el viejo trabajo marchando suavemente, excepto que para entonces había casi adquirido ya un pequeño hábito de dexies, no un hábito realmente, claro, sino una especie de dependencia considerable… pues tenía un metabolismo nocturno por naturaleza ya que mi jornada (pre-Lance) empezaba generalmente a las tres o las cuatro de la tarde y acababa a las ocho o nueve de la mañana. Al entrar como ejecutivo importante en Lance, sin embargo, tuve que tomar otras disposiciones. Antes de hacerlo, había preguntado ya a John Fox si me sería posible entrar a las cuatro y trabajar hasta la medianoche.
—¿Estás chalado? —(Ésta era su respuesta estándar)—. ¿No sabes lo que pasa aquí? ¡Éste es un trabajo social, hombre, estos tíos quieren verte, quieren conocerte!
—¿Qué son, maricones?
—No, no son maricones —dijo resueltamente, pero al mismo tiempo pareció muy apurado para explicármelo, y se encogió de hombros—. Sólo que no tienen mucho que hacer, ¿sabes?
Efectivamente, ninguno parecía estar haciendo realmente nada, excepto las mecanógrafas, claro, que estaban siempre escribiendo. Pero los tíos estaban como despistados, o dando vueltas, charlando unos con otros, ligando con las chicas, ese tipo de cosas.
La cuestión es que tenía que entrar a las diez o algo así. Una razón para esto era la “plática de antes del almuerzo”, con Hacker o el “Viejo” (como, obviamente, se llamaba al editor) que podía ser convocada cualquier día. Y ocurrió que esa particular mañana era lunes, levantarse temprano a las nueve-treinta oh, lavarse la cara, cepillarse los dientes, camisa limpia, todo como siempre, y buscar la dex… no hay dex, me quedé sin dex. Esto fue especialmente inoportuno porque estaba en la culminación de dos noches completas en blanco y muy agitadas, y me resultó tan pesado como si un saco de ochocientas libras de arena gruesa empezase a posarse en mi cabeza. No duele, sólo fallecimiento inmediato por fatiga.
En Sheridan Square, donde habitualmente tomaba el taxi, entré en la farmacia. El farmacéutico del turno de mañana, naturalmente un tío que antes nunca había visto, estaba trabajando. Parecía ser un veterano experimentado y eficiente.
—Uh, desearía Dexamyl, por favor.
El farmacéutico no dijo nada, tan sólo levantó una mano para ajustarse sus gafas con montura de acero, y adelantó la otra para recoger la receta.
—Está registrada aquí —dije, señalando hacia la trastienda.
—¿A qué nombre? —quiso saber, y luego desapareció detrás de la separación de cristal. Por unos breves instantes, claro.
—Nones —dijo al regresar, y ya estaba mirando por detrás de mi espalda al próximo cliente.
—¿Podría usted llamar a Mr. Robbins? —pregunté—, él se lo puede decir. —Por supuesto, eso era dar palos de ciego, desde el momento en que estaba seguro de que Robbins, el del turno de noche, no me conocía por mi nombre, pero tenía que mantener la bola rodando.
—No voy a despertar a Robbins a estas horas, le sentaría como un tiro. ¿Quién es el siguiente?
—Bueno, escuche, ¿puede darme sólo un par? Tengo, uh, que conducir mucho rato.
—No se pueden despachar dexies sin receta —dijo, más bien despectivamente, envolviendo una caja de Tampax para una joven ninfita que estaba detrás de mí—, y usted lo sabe.
—Vale, ¿y si consigo que el médico le llame?
—El teléfono está enfrente —dijo, y a la ninfita—: son setenta y nueve.
El teléfono estaba sitiado, una persona usándolo y alrededor de cinco esperando; todas, por alguna extraña razón, maricas negros y gays muy arreglados. No es que a mí me importe un carajo quién utiliza el teléfono, pero parecía una de esas absurdas incongruencias que parecen unirse tan a menudo para producir el desvarío en tiempos de crisis. ¿Qué coño pasaba? Era evidente que iban todos juntos, muy excitados, charlando como cotorras. ¿Era el grupo de bailarines de Katherine Durham? ¿Extraviados? ¿Perdidos? ¿Por qué tan temprano en la calle? Uno de los tíos tenía una lista de números en la mano del tamaño de una bandera. Permanecí de pie allí un momento, confuso en especulaciones sin rumbo, me alejé rápido y me apresuré por el West Fourth hacia el Dinette. Esto tenía un doble propósito, ya que no sólo hay allí un teléfono, sino que el lugar es frecuentado por toda clase de gente del rollo, y estaría bien ligar algo por casualidad, a pesar de que era un poco temprano para lo segundo, seguro.
Y ése fue el caso, claro. No había allí nadie que conociese, y aún peor, a mitad del camino hacia el teléfono, recordé de repente que mi supuesto doctor (Dr. Friedman era su nombre) se había ido a California de vacaciones hacía unos pocos días. ¡Santo Dios! Me senté en la barra. Esto requería una decisión rápida. ¿Le llamaría a California? ¿Llamaría él desde allí a la farmacia? Menudo numerito para un par de dex. Miré mi reloj, acababan de dar las diez. Esto significaba que acababan de dar las siete en Los Ángeles… a Friedman le sentaría como un tiro. Decidí mandarlo todo a paseo y pedí un café. Entonces ocurrió una cosa notable. Me había sentado al lado de un joven que, como sin querer, sacó de su bolsillo un pequeño frasco transparente de forma cónica, y sin más que un vistazo a ambos lados, tranquilamente dejó caer un par de las queridas pildoritas familiares de corazón verde en el hueco de su mano y se las tragó como dos cacahuetes.
¡Deus ex machina!
—Uh, perdone —dije, de la manera más amistosa—, acabo de ver que ha tomado un par de, ja, ja, Dexamyl —y procedí a contarle mi historia, mientras que él, tras una breve mirada escrutadora, permanecía sentado escuchando, sus ojos fijos mirando hacia adelante, las manos aún en la barra, una de ellas cubriendo a medias el mágico frasco. Finalmente asintió y dejó caer dos más en la barra:
—Tómate un pelotazo —dijo.
.
Llegué a la oficina con casi cinco minutos de retraso para la gran plática de antes del almuerzo. John Fox puso una cara de mediano disgusto cuando entré en la sala de conferencias. Siempre parecía considerar mis errores bajo su responsabilidad, ya que había sido él quien me había recomendado para el puesto. Ahora miraba incómodo al viejo Hacker, que era el editor, el redactor jefe, etc., etc. Éste era un hombre de unos cincuenta y cinco años que tenía un parecido sorprendente con Edward G. Robinson, imagen que cultivaba más aún sentándose con frecuencia como un gánster, mascando una colilla de puro sin encender, y soltando expresiones groseras. Le gustaba caracterizarse a sí mismo con un “viejo bastardo resabiado”, siendo uno de sus prefacios favoritos: “Ya sé que muchos de ustedes piensan que soy un viejo bastardo resabiado, ¿no? Bueno, quizás lo sea. ¡En el juego de la literatura tienes que ser resabiado!” y bla-bla-bla.
De cualquier modo, mientras tomaba mi asiento habitual entre Fox y Bert Katz, el redactor de modas, el Viejo Hack miró a su reloj, luego a mí.
—Perdón —farfullé.
—Aquí llevamos una revista, joven, no una casa de putas.
—Cierto y muy cierto —acusé crispadamente. De alguna manera el Viejo Hack siempre conseguía hacer salir al colegial que yacía en mí.
—Si quiere llegar tarde —continuó—, llegue tarde a la casa de putas, ¡y hágalo con su propio tiempo!
Parte de sus intenciones en comentarios de este tipo era conseguir una reacción de las dos chicas presentes, Maxine, su secretaria privada, un bomboncito, y la Srta. Rogers, asistente del director artístico, las cuales se las arreglaron para conseguir, como de costumbre, un educado sonrojo y unos ojos semibajados, por la cuenta que les traía.
Los siguientes diez minutos se gastaron hablando sobre qué era mejor, si enviar a nuestro propio fotógrafo exclusivo de tercera fila al Vietnam o aprovechar los desechos de uno de segunda fila que acababa de regresar de allí.
—Incluso con los desechos podríamos continuar con nuestra sección E. L. —dijo Katz, refiriéndose a la frase en itálica, Exclusiva Lance, que aparecía bajo las fotografías y que significaba que no habían sido publicadas en ningún otro sitio… según mi opinión, debido más a su mediocridad que a su exclusividad.
Sin haberlo realmente resuelto, pasamos a la cuestión de Twiggy, la modelo británica que acababa de llegar a Nueva York, y cuyo pelo a lo chico y su línea de busto habían desencadenado una tormenta de controversias. ¿Qué significa filosóficamente?, ¿estéticamente?, ¿abría un nuevo camino? ¿tendríamos que revisar nuestras páginas centrales (tradicionalmente 42-24-38) para coincidir con los gustos del momento?, ¿o era simplemente un fenómeno fugaz?
—En el próximo número —dijo Hack— no nos gustaría encontrarnos sosteniendo el lado malo del cepillo de la mierda, ¿no?
Todos se apresuraron a estar de acuerdo.
—Bueno, yo creo que es absolutamente deliciosa —exclamó Ronnie Rondell, el director artístico (amanerado marica y orgulloso de ello)—, es mucho más… de aspecto más sensible y… delicado que esas horribles… ¡fábricas de leche! —Tuvo un pequeño escalofrío de repulsión y miró excitadamente a su alrededor buscando aprobación.
—Bien, Señor Casa-de-Putas, ¿no es tiempo ya de que le oigamos?, ¿tiene alguna idea razonable que hiciese posible tener esta operación apartada de la cagadera uno o dos números?
—Ajá, bueno, he estado pensando —dije, divagando absolutamente—, es decir, aquí Fox y yo teníamos la idea de una serie de entrevistas con personas poco comunes…
—¿Personas poco comunes? —gruñó—, ¿qué diablos significa eso?
—Bueno, ya sabe, un departamento completamente nuevo, como una sección periódica. Quizás llamarla, uh, Lance Visita…
Frunció el ceño, pero también asintió vigorosamente.
—Lance Visita… sí, sí, ¿me quiere dar un primer ejemplo?
—Bueno, ya sabe, algo así como un… “Lance Visita a una típica jovencita”; preciosa jovencita habla sobre la preciosa utilización joven de Saron Wrap como contraceptivo, etc… y, uh, veamos, “Lance Visita a un gigante negro comunista con rabo de toro”, “Lance Visita al autor de ¡La Masturbación Ya!, un tío realmente divertido”.
A medida que me iba calentando, me di cuenta de que Fox, a mi izquierda, se había llevado una mano a la cara y estaba masajeándose suavemente; la boca abierta, los ojos cerrados. No miré a Hack, pero supe que ya no asentía. Presioné más…
—Ve, puede convertirse en una especie de sección regular, podríamos hacer de ello una T. L… “Otra Visita Exclusiva de Lance”. Qué tal ésta: “Lance Visita a una linda **** heroinómana”… “Lance Visita a una graciosa ninfomaníaca ex-monja”…
“Lance Visita a la fabulosa Rose Chan, preciosa investigadora y desarrolladora de la técnica llamada Cosquilla Francesa”…
—De acuerdo —dijo Hack—, ¿qué le parece ésta? “Lance Visita a Lance”, ¿sabe dónde? ¡en el pozo de la mierda sin flotador! Porque ahí es donde estaremos si introducimos algo de ese material. —Meneó su cabeza con un lamento de disgusto y compasión—. Dios, qué sentido del humor, muchacho. —Luego se giró hacia Fox—. ¿Qué filón dijo que había encontrado en él? Dios.
Fox, como de costumbre, no hizo ningún esfuerzo discernible para defenderme, simplemente simuló reprimir un bostezo, con los ojos desviados, garrapateando en su “Cuaderno de Ideas”, como se lo llamaba, uno de los cuales yacía a cada lado de nuestros ceniceros.
—De acuerdo —dijo Hack, encendiendo un nuevo puro—, supongan que les doy una idea. Es decir, no quiero sorprenderles muchachos, ni causar ningún ataque cardiaco…
dándoles yo una idea —diciendo esto con una benigna sonrisa de serpiente, añadiendo luego de un modo sombrío—; ¡después de veintisiete años en este maldito juego! —Tomó un sorbo de agua, como tratando de enfriar su irritación por ser (como de costumbre) “el único negrero del gremio que funciona”—. Ahora toquemos esto un rato —dijo—, y veamos si conseguimos arreglarlo. Déjenme que les haga una pregunta: en este momento, ¿cuál es la cosa más caliente en las revistas?, ¿qué es lo que está levantando todo el polvo y la bulla? El libro de Manchester, ¿de acuerdo? Los pasajes suprimidos, ¿de acuerdo? —Se estaba refiriendo, claro, a un relato muy divulgado sobre el asesinato del presidente Kennedy, del que habían sido suprimidos infamemente ciertos pasajes—. De acuerdo, toda esa polvareda y esa bulla a mí no me gusta, a ustedes no les gusta. En primer lugar, es una infracción de la libertad de prensa. En segundo, lo han exagerado todo desproporcionadamente. Es decir, ¿qué coño había en esos pasajes?, ¿entienden lo que quiero decir? De acuerdo, supongamos que hacemos una imitación de esos mismos pasajes.
Me lanzó una lenta mirada, con los ojos entrecerrados ostensiblemente para protegerlos del humo de su cigarro, pero con un aire mefistofélico. Él sabía que yo sabía que su “idea” era en realidad una idea que yo había tomado de Paul Krassner, editor de The Realist, unos días antes, y que yo había mencionado, en passant, para entendernos, en la última plática de antes del almuerzo. Pareció estar cavilando sobre si me iría de la lengua. Un test, eso es. Evité sus ojos, garrapateé en el “Cuaderno de Ideas”. Exhaló el humo en mi dirección, y continuó:
—¿Saben lo que quiero decir? Algo suave, algo gracioso; en primer lugar hacer que los tíos que lo suprimieron se bajen los pantalones. Algo como una sátira. ¿Cojen la onda?
Nadie en la mesa parecía haberla cogido. Excepto Hack todos teníamos entre treinta y cuarenta años, y cada uno había sido golpeado de algún modo por la muerte del Presidente. No era fácil imaginar ninguna “gracia” especial en ese asunto.
Fox fue el primero en hablar, algo lastimeramente, parecía:
—No estoy, uh, muy seguro de entender —dijo—. ¿Quiere decir que habría que hacerlo con el mismo estilo del libro?
—Correcto —dijo Hack—, pero entienda esto, no decimos que es la cosa auténtica, decimos que pretende ser la cosa auténtica. ¡Y en el editorial impugnamos su autenticidad! ¿Me hago entender?
—Bien, uh, sí —dijo Fox—, pero no estoy seguro de que sea, sabe, uh, divertido.
Hack se encogió de hombros.
—¿Y luego? Usted no está seguro, yo no estoy seguro. Nadie está seguro de que sea divertido. Todos le damos un toque, tan sólo tocarlo un poco y ver si conseguimos alguna coña, ¿de acuerdo?
De acuerdo.
Después del trabajo esa tarde recogí una nueva receta de Dexamyl y me detuve en la Sheridan Square para que me la despachasen. Saliendo de la farmacia me detuve un momento para contemplar el panorama. Era una tarde fantástica, una tarde de primavera avanzada, una brisa caliente prometía grandes tardes del verano inminente, y jovencitas con minifaldas pasaban flotando como bailarinas, cosas jóvenes brillando. El verano, pensé, será la prueba del ácido para las minis, cuando haga demasiado calor para medias, pantys y cosas así. Sería un fenómeno interesante. En un arrebato de droga sexual decidí dejarme caer por el barucho y ver si había entrado algo especial de importación, para entendernos.
Curiosamente, la primera persona que vi allí, inclinado sobre su café, como un santo congelado, con sombras negras alrededor de su cabeza como una corona de espinas hippy; era el joven que me había dado las dexies esa misma mañana. Tuve la impresión de que no se había movido en todo el día. Pero no era cierto, porque ahora llevaba un traje de hilo blanco y estaba sentado en una mesa. Movió la cabeza de esa forma con que es posible mover la cabeza y dar a entender más que un simple saludo. Me senté enfrente suyo.
—Veo que tú mismo lo has conseguido directamente —dijo con una sonrisa descolorida, asintiendo otra vez; esta vez a mi pequeña bolsa de papel con la etiqueta de la farmacia.
Saqué el frasco de dex y me tomé una rápida, pensando en hacer luego un poco de la vieja literatura creativa. Luego saqué cuatro o cinco y se las di al joven.
—Unos beneficios.
—En cualquier momento —dijo, dejándolas caer en su bolsillo superior, y tras una pausa—. ¿Estás siempre de humor con algo, además de dexies?
—¿Cómo qué?
Se encogió de hombros:
—Oh, ya sabes —dijo, agitando vagamente una mano floja, y añadiendo con una sonrisa—, quiero decir, que tú conoces tu sistema mejor que yo.
Durante los siguientes cinco minutos demostró ser el traficante más adquisitivo, a pesar de su tierna edad, que he encontrado nunca. Su abanico era extenso, comenzando con marihuana de Nueva Jersey, y acabando con algo llamado un “Frisco Speedball”, una mezcla de heroína y cocaína, con un toque de ácido (“le da un poco de color”). Mientras estábamos allí sentados comenzó un verdadero desfile de sus conexiones de largo alcance dando vueltas alrededor, o pasando junto a la mesa, deteniéndose sólo lo justo para preguntar si quería adquirir… somníferos, saltadores, arrastradores… ácido en cubos, en frascos, en cápsulas, en tabletas, en polvo… “hachís, tío, es negro como el O-O”… hongos, mescalina, botones de peyote… cosanyl, codeína, coca… coca en cristales, coca en polvo, coca que parecía jarabe de karo… pájaros rojos, camisas manilas, corazones púrpuras… “aceite de O-O, viene directamente de Indochina, sellado en la misma lata”… y de tiempo en tiempo el joven (le llamaban “Trick”) se volvía hacia mí y me decía:
—¿Tienes ojos?
Tras encargar una modesta (treinta dólares) compra de cristales, y otra de dos onzas de lo que se suponía que era “Prado Panameño” (es una hierba “de una calada”, tío) decliné posteriores ofertas. Entonces un individuo extremadamente desharrapado, un tío que ya conocía cuyo nombre era Rattman, pero que era conocido familiarmente como “Rat” e incluso más familiarmente, aunque algo oscuramente, como “Rat-prick-man”,18 pasó medio tambaleante junto a la mesa, advirtió al adquisitivo Trick, se detuvo, se dirigió inseguramente a nuestra taquilla, sacó un arrugado papel marrón del bolsillo de su abrigo y lo abrió para enseñárnoslo.
—Trick —musitó, casi sin mover los labios—… Trick, ¿quieres algún light? Dos billetes por todo el puñado. —Ambos miramos unas mercancías casi irreconocibles, delgadas cápsulas cilíndricas oscuras, pringosas de una resina pardo-negruzca, planas en los extremos y aparentemente hechas de plástico. Había un puñado de ellas. El joven puso una hastiada cara de fastidio y aburrimiento.
—Tío —preguntó suavemente, desafiantemente, mirando a Rattman—. ¿Cuándo te van a enterrar?
Pero este último, imprevistamente, lanzó una carcajada sin sonido, y se evadió.
—¿Qué eran esas cosas? —quise saber, preguntándoselo al joven, mitad con auténtico interés, mitad con fastidio por no saberlo. Se encogió de hombros, inició un vago gesto de desaprobación—. Les llaman lights… son filtros de nicotina usados. Ya sabes, esos filtros para nicotina que se meten en cierto tipo de boquillas.
—¿Filtros de nicotina usados?, ¿qué se hace con ellos?
—Bueno, ¿sabes?, metes dos o tres en una taza de café y te da un mareíto.
—¿Un mareíto? —dije—, ¿estás de cachondeo?, ¿qué tal un cancerito? Eso es todo alquitrán y nicotina, ¿no?
—Sí, bueno, ya sabes… —rió secamente—, cualquier cosa sirve con tal de colocarse. ¿Vale?
—Vale, vale, vale.
Y fue precisamente entonces cuando lo soltó, echándome primero una mirada de extraña aprobación, luego el suspiro, la sonrisa cansada, el vacilante respeto:
—Escucha, hombre… ¿nunca te lo has hecho con red-split?
—¿Perdón?
—Sí, ya sabes, la sangre de una peluca.
—No —dije, sin captarlo del todo—, creo que no.
—Bueno, es algo diferente, tío, te lo puedo asegurar.
—Uh, bueno, ¿cómo lo has llamado?, no estoy seguro de haber entendido…
—Red-split, tío, se llama red-split, es jugo de esquizo… sangre… la sangre de una peluca.
—Oh, ya veo. —Había, realmente, leído sobre ello en un artículo en el Time, cómo habían inyectado a un grupo de presos voluntarios (muy normales, tipos sanos, desde luego) con la sangre de enfermos de esquizofrenia, y el efecto había sido bastante acusado… en algunos casos, maníaco; en otros, depresivo, aproximadamente al cincuenta por ciento.
—¿Pero eso puede ser un gran muermo, no?
Agitó su cabeza sombríamente:
—Con este jugo, no. ¿Sabes de quién está sacado?
Entonces reveló la fuente; era Chin Lee, un famoso residente del East Village, un poeta simbolista chino que actualmente estaba residiendo en Bellevue con una camisa de fuerza.
—Nadie —dijo—, y quiero decir nadie, tío, ha ido más que ¡alto, alto, alto con ese sabor!
Pensé que podía ser una experiencia interesante, pero usando la precaución como lema (el artículo del Time había sido muy esquemático), tenía que saber más sobre esa llamada red-split, la sangre de una peluca.
—Bueno, ¿cuánto tiempo, uh, ya sabes, dura?
Parecía no estar muy seguro de esto, casi hasta el punto de ignorar la cuestión.
—Es un trip, hombre, cuatro horas, si tienes suerte seis. Todo depende. Es una cuestión de combinación, cómo se lo hace tu sangre con la suya, ¿entiendes? —Hizo una pausa y me lanzó una mirada muy directa—. Te diré sólo esto, tío, te corta el ácido y el STP… —asintió vigorosamente—. Es cierto, corta a ambos. Por detrás, hacia abajo y por los lados.
—¿De verdad?
Debió de sentir que estaba siendo un poco demasiado locuaz, un poco demasiado al viejo estilo duro de venta, porque entonces se calmó y asintió.
—Es verdad —dijo, tan grave y suavemente que en realidad no fue audible.
—¿Cuánto? —pregunté finalmente, no estando muy seguro de cualquier otro enfoque.
—Estoy igual que tú —dijo—, tengo esa conexión, un asistente de hospital… ya sabes, un enfermero… que tiene, lo que se podría decir acceso a la farmacia del hospital… y hace un pequeño cambalache con los guardianes de la planta quinta, allí es donde están las pelucas-monstruo, le llaman la “alta-cinco”. Allí es donde está Chin Lee. De cualquier manera, está operando a precio de coste en estos momentos, es decir, conseguirá tanta M., o cualquier otro material fuerte, como pueda de la farmacia, luego subirá a la “alta-cinco” y la negociará por el jugo, 90 c.c. es la dosis normal, alrededor de una onza, supongo… es decir, que con eso pinchan a las pelucas, con una jeringa de 90 c.c., luego tapan la aguja y lo ponen todo en un envoltorio aislante, como para suponer que se conserva a la temperatura del cuerpo, ¿entiendes? Son muy estrictos en eso, en cuánto le pinchan a la peluca, y en lo de conservarlo fresca y caliente, esas cosas. Lo que está bien, porque ése es el trip, 90 cc. de “caldo hirviendo”, como dicen ellos. —Soltó una risita cansada con la curiosa imagen—. De cualquier modo la cuestión es que no se sabe nunca el precio con anterioridad, porque mi amigo nunca sabe qué cantidad de M. conseguirá. Quiero decir que si consigue por valor de medio billete de M., entonces es eso lo que pide por la cuestión, ¿entiendes?
A mí, con mi rollo de Mad Ave, me parecía bastante ilógico.
—¿No puede camelar a los tíos de la “alta-cinco” —pregunté—… ya sabes, decirles que sólo consiguió la mitad de lo que consiguió en realidad, y guardársela para luego?
Se encogió de hombros, casi tristemente.
—Es un tío muy ético —dijo—, es decir, que es algo así como muy raro. No está interesado realmente en los narcóticos, sólo cambia. Es decir, algo así como que les deja a ellos valorar la M., le dicen cuánto vale y eso es lo que pide por la cuestión.
—Eso es extraño —asentí.
—Sí, bueno, es como un mercado nuevo, sabes. Es decir que no hay todavía un precio establecido, está tratando de promocionar una clientela, ¿puedes hacértelo de medio billete?
Mientras lo meditaba, sonrió con su esforzada sonrisa cansada y dijo:
—Hay una cosa de la que puedes estar seguro, y es que el tío, siendo tan ético y eso, nunca te llevará al huerto.
Así que al final llegamos a un acuerdo, y salió para ultimar los preparativos.
.
El efecto de la red-split fue “tal como anunciado”, para entendernos, en este caso bastante alegre. En un sentido de locura sensata, era distinto al ácido en que no era una cuestión del “Yo Esencial”, consiguiendo nuevas introspecciones, sino de convertirse en una persona completamente diferente. Así que, por un lado, no había nada tremendo en ello, sólo extremadamente raro, y a medida que iba subiendo, por alguna razón, equívoco (Chin Lee, entre paréntesis, no era sólo una gran peluca, sino también un gran “peluquín”.) Hacia las seis de la mañana empecé a trabajar en los dichosos “pasajes de Manchester”. Krassner sería crucificado, pensé, pero, ¡qué diablos!, no se pueden tener los derechos de una idea. También intenté darle pleno y amplio crédito.
—Maldito buen escándalo para Paul —musité con benevolencia, levantando la vieja pluma mágica.
Los primeros pasajes fueron bastante sosos, poniendo el énfasis en un estilo idéntico al del trabajo en cuestión. Hacia el final del capítulo sexto, sin embargo, empecé a cocinar de verdad: … pálida y completamente desolada, se aleja de los otros, moviéndose como en trance hacia el oscuro compartimento trasero en donde reposaba el ataúd. Entra, y un débil círculo de luz cae sobre su cabeza inclinada, mientras eleva sus ojos y da un paso solemne hacia adelante. Se queda boquiabierta, y literalmente se cae de espaldas contra la puerta por el propio impacto de la horrorosa atrocidad que tiene enfrente: i. e. la monstruosa silueta tejana junto a la caja, la bragueta medio abierta y él empujando bestialmente, con su basto miembro animal clavado en la caja, y sin duda dentro de la propia herida de la nuca.
—¡Santo Dios! —grita—. ¡Qué horrible! Debe de ser un caso de… de… ¡NUC-ROFILIA!
Acabé hacia las diez, pasado de dexies, y me fui a la oficina.
Me dirigí directamente al despacho de Fox (que era llamado el “cubil”).19
—¿Sabes? —empecé, con un tono de infantil candor—, pudiera estar equivocado pero creo que lo tengo —y le pasé el original.
—¿Que tienes qué? —contestó secamente—, ¿purgaciones?
—Ya sabes, ese rollo de Manchester que discutimos en la última plática de antes del almuerzo. —Mientras leía, di vueltas por el despacho, agité mis brazos en un gesto de incertidumbre y de humilde duda—. Oh, puede necesitar un pequeño pulido, un abrillantado, seguro, pero espero que estés de acuerdo en que la esencia está ahí.
Por unos momentos no dijo nada, sólo estaba sentado con su cabeza descansando en una mano, mirando fijamente la última página. Finalmente levantó sus ojos; sus ojos, de algún modo, estaban siempre tristes.
—¿Tú estás chalado de verdad, no?
—Perdona, John —dije—, no te entiendo.
Miró otra vez el manuscrito, apartó sus manos de él como si fuese un bicho venenoso. Entonces habló con gran seriedad.
—Creo que debes hacerte examinar la cabeza.
—Mi cabeza está pesada —dije, y quería continuar—, mi cabeza… —pero de repente me sentí muy fatigado. Evidentemente había tocado a una vaca sagrada, incluso para el cínico de Fox.
—Mira —dijo—, no soy remilgado ni nada por el estilo, pero esto… —tocó el manuscrito con una tos que pareció ahogar una arcada—, o sea, esto es lo más grotesco… obsceno… bueno, mejor ni lo discuto. Francamente, creo que verdaderamente necesitas tratamiento psiquiátrico.
—¿Crees que le gustará a Hack? —pregunté con plena franqueza.
Fox desvió la mirada y empezó a tamborilear sus dedos sobre la mesa.
—Mira, uh, tengo bastante trabajo que hacer esta mañana, así que, ¿sabes?, si no te importa…
—¿He ido demasiado lejos, Fox? ¿Es eso? Quizás no te has enterado de la clave del asunto, ¿has pensado en eso?
—Escucha —dijo Fox resueltamente, los labios tensos, un dedo elevado acusatoriamente—, si enseñas esta… esta cosa a alguien más, estás expuesto a recibir un ¡patadón en el culo! —Había un inconfundible ardor y resentimiento en su tono de voz, una especie de histeria controlada.
—¿Cómo sabes que no soy de la CIA? —pregunté tranquilamente—, ¿cómo sabes que esto no es una prueba? —le envié una estrecha mirada de evaluación—, ¿no es posible, Fox, que esa pseudoindignación tuya sea, en realidad, simplemente una actuación?, ¿una farsa?, ¿una broma? Una actuación, en pocas palabras, ¡para salvar tu propia piel!
Él había conseguido ponerme a la defensiva. Pero ahora, empapado en astucia de poeta chino, había decidido que un ataque era la mejor defensa, así que insistí.
—¿No es verdad, Fox, que en esa parábola descubres ciertas tendencias homosexuales subyacentes que desgraciadamente reconoces en ti mismo? Tendencias, digo, cuya aceptación te llevaría al borde mismo del llanto y crujir de dientes, hablando claro.
Estaba contando con la insinuación de Kierkegaard para hacerlo entrar en razón.
—Chalado hijo de **** —dijo secamente, levantándose detrás de su mesa, abriendo y cerrando sus puños. Realmente parecía que se estaba moviendo hacia mí de una manera extrañamente amenazadora. Fue entonces cuando cambié de rollo:
—Bueno, escucha —dije—, ¿qué dirías si te cuento que no fui yo en realidad quien lo hizo, sino un poeta chino? Probablemente un rojillo… un poeta chino-loco-maricón-negro-comunista. Entonces podríamos mirarlo objetivamente, ¿no?
Ahora Fox justamente enloquecido por su propia adrenalina, y en cierto modo envalentonado por mi indefensa permanencia en la silla, llevó su indignación a su puño.
—De acuerdo, Buster —dijo, elevándose por encima de mí—, sigue hablando, pero hazlo bien.
—Bueno, uh, veamos… —y empecé a contarle mi experiencia con la red-split. Y hablando deliberadamente despacio, muy en serio, me las arreglé para calmarlo. Y entonces le conté cómo había mejorado mi percepción respecto al Vietnam, Cassius Clay, Chessman, los Rosenberg y toda clase de cosas interesantes. No se lo podía creer. Pero, por supuesto, nadie se lo cree realmente ¿no?