por Joni· »
17 Jun 2008, 12:56
Hace tres años publiqué esta entrada en mi entonces activo blog. La verdad es que merece la pena rescatarla, aún me descojono cada vez que me acuerdo. Espero que os guste.
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En Abril de 2004 me mudé a la casa en la que viví durante año y medio. Era un piso normalito en un lugar normalito de Bilbao que compartí con una buena amiga. El mismo 4 de abril partía de vacaciones rumbo Tenerife junto a mi cariñito así que retrasé la instalación en el piso hasta nuestra vuelta, el día 18. A la hora de repartir habitaciones, habíamos decidido seguir el siguiente criterio: la habitación buena para ella, la cama buena para mí. Ya sabéis que siempre fui más de follar.
Antes de marchar, le dejé bien claro a Paula que podía usar mi cama siempre que quisiera, no era plan que ligara y tuviese que apañarse en los 90 cm. de colchón disponibles en su cuarto. Confiaba y confío en la higiene de mis amigos, no soy nada escrupuloso en ese sentido, ni en ningún otro. Soy de la teoría de mi madre, un escrupuloso siempre esconde un cerdo.
Volvimos de las vacaciones el día 18 y me instalé como estaba previsto. Una de las primeras cosas que hice en mi nueva morada fue leerme un libro de mi compañera, la autobiografía de Groucho Marx, “Groucho y yo”. En ella, el mítico actor se refiere a muchos amigos y personajes famosos, pero para no delatarlos en vez de usar su verdadero nombre les llama “Delaney”. Todas las menciones del libro a otros personajes son siempre a “un tal Delaney”, excepto cuando Julius quiere alabar explícitamente u ofender sin reparos, momentos en los que usa el nombre real.
El día 30 de abril, víspera del día del trabajador, mi novia vino a dormir a mi nueva casa. Algo raro sucedió, porque al día siguiente nos despertamos con el pie cambiado, empezamos a discutir por bobadas, el tono se elevó y acabamos llamándonos de todo y mandándonos a la mierda. Ella se fue a su casa con cajas destempladas y yo me acerqué al Moto Club a ver las carreritas de Jerez con mis amigotes.
A la tarde volví a casa y como no tenía mucha tarea, me puse a ordenar mi casa. Al quitar las sábanas para meterlas en la lavadora, salió de debajo del colchón un tanga negro, arrastrado por el edredón. “Joder, se ha ido sin bragas, qué tía, vaya mosqueo que se ha agarrado”. Poco más tarde suena el teléfono
“Jon ¿estás en casa? Es que me he dejado el líquido de las lentillas y tengo que pasar a por él” (tono de “sigo muy mosqueada”)
“Sí, estoy. Pero no hace falta que te muevas, yo estoy vestido y tengo el coche en la puerta, ya te lo acerco yo en un momento”
Oye, pues de la que voy, le acerco también el tanga, que igual de ésta no nos volvemos a ver. Dicho y hecho, me planto en su casa. Me abre la puerta con la cara que cabía esperar, me dice un seco y escueto “gracias”, yo le comento “y toma, que te has dejado esto” dándole el trofeo. Una despedida fría y para casa otra vez.
Llego a la calle y ya casi montando en el coche oigo la voz de Esther desde la ventana “¡Jon!”. Me doy la vuelta y me acerco al pie de su ventana, vive en un 2º. “Dime, qué pasa”. Hace amago de ir a contestarme en voz baja mientras me enseña el tanga, pero se le escurre de las manos y cae hacia mí. “Pues eso, que no es mío...”
Los peores cuatro segundos de mi vida reciente, os lo juro. Vi toda mi vida pasar, como en una experiencia de casi muerte, hasta que deduje la opción lógica.
Tardé al menos una semana en contárselo a Paula, ¡me daba vergüenza! Además, si las cosas no se arreglaban con Estherita podía sentirse culpable y no era plan. Finalmente arreglamos el problema y no tuvo ninguna duda de que la historia de vodevil barato era cierta, con lo que me animé a informar a mi compi de la anécdota.
Después de un segundo de susto y un sonoro ataque de risa, Paula, en un alarde de temple, me contestó con voz firme: “No son mías, son de Delaney”. Desde aquel día, cada vez que incumplíamos alguna obligación de convivientes o dejábamos un fregado sin hacer ya teníamos explicación convincente: “Habrá sido Delaney”
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