Esta mañana he pasado la rotonda que paso todas las mañanas para llegar al trabajo, a la entrada de un polígono industrial. En ella estaba el señor Perez (tiene otro nombre, pero le llamaré así) de pié parado en un lado. Le he saludado pero no me ha visto.
Lo he comentado al llegar a la oficina con mis compañeros, por lo que he podido averiguar, ha estado allí entre las 8 y las 8:45 al menos, cuando pasa el autobús de empresa que trae a la gente del pueblo y en el que viaja Laura (también se llama de otra forma).
El señor Perez se jubiló hace dos días después de cuarenta años trabajando en la empresa. Se jubiló porque lo jubilaron, él no quería. Era nuestro Forrest Gump, una persona de esas que tiene algo especial y de la que muchos se ríen porque parece entre medio tontito y medio nosequé más.
Para poneros en situación, explicaré mi primer recuerdo de él hace unos quince años. Llevaba poco tiempo en la empresa, a penas unos días y lo vi de pié mirando a través del cristal a Laura, la secretaria del departamento, que estaba de espaldas. Él no reparó en mi pues ocupaba un despacho hasta entonces vacío. No estaba parado de forma natural, sino con un pie delante y uno detrás, como si estuviera caminando. Me lo quedé mirando (¿este-tío-que-coño-stáhaciendo?) y de repente comenzó a andar y se dirigió a Laura con la que intercambió unos papeles.
Por lo visto era una forma de actuar normal, si ella no miraba hacia la puerta de entrada, él se esperaba quieto para poderla ver más rato antes de seguir su ronda. Seguro que se ha pasado veinticinco años enamorado de esta mujer, que son los mismos que han coincidido en la empresa. Por supuesto, jamás le ha dicho nada, pero era un secreto a voces.
No tiene nada más que esto y ahora lo han jubilado. Apuesto a que por esto ha estado en la rotonda hasta que ha pasado el autobús en el que siempre venía. Se me ha encogido un poquito el corazón cuando lo he visto.
Este nos dura dos días.