WhatsApp, patria del bulo político
La larga y doble campaña electoral, tras las experiencias de manipulación en EEUU, Brasil e India, pondrá a prueba nuestra diligencia para discernir hechos, opiniones y mentiras en las redes sociales, así como el sesgo generacional de los infundios.
Algo sabemos de antemano, atención, spoiler: la gente mayor es la más intoxicada y la que más intoxica. Eso hemos aprendido de las últimas elecciones en EEUU, pero sobre todo de las de Brasil, que hicieron presidente al ultra Jair Bolsonaro. Porque hoy ya sabemos que las posibilidades de que prenda la infección de la falacia son directamente proporcionales, por una parte, a la edad del usuario y, por otra, a la impermeabilidad del foro digital. Dicho de otro modo: los mayores son menos duchos en la verificación de los contenidos que difunden, y las redes cerradas, como los grupos de WhatsApp, son un humedal cenagoso donde engaños y embustes medran en un pegajoso ambiente de invernadero.
Están ustedes rodeados de analistas que les dicen que vivimos en la “Era de las Fake News”, es decir, la edad de oro de las noticias falsas. Como si la mentira periodística se hubiera inventado ayer –“estos jovencitos y sus aparatos, ya sabía yo que solo podían traer disgustos”– y como si la revolución digital hubiera provisto autopistas para acelerar la invasión de los tanques de la mendacidad. Y no, en absoluto.
Lo vemos en las redes sociales abiertas, como Twitter, donde las falacias gobiernan ufanas apenas unos minutos antes de caer víctimas de la lluvia de artillería de los desmentidos acreditados. La mentira, como el plagio, lo tiene peor que nunca en la era digital.
Dicho de otro modo, la Era de las fake news es un caso de fake news. Y un reclamo para vender libros apocalípticos. Que tengamos la impresión contraria es un mero efecto del sesgo del superviviente.
Sobre la condición endémica que antaño tenían las mentiras, baste recordar el caso de Los protocolos de los sabios de Sion a cuya génesis dedicó Umberto Eco (1932-2016) la novela El cementerio de Praga. Se publicaron por primera vez en la Rusia zarista, en 1903, bajo la pretensión de que eran una transcripción de los diálogos de viejos sabios judíos, donde revelaban su plan de dominación mundial, una conspiración planetaria e inveterada para someter a todas las naciones. Por supuesto eran una falacia antisemita para justificar la persecución de los hebreos y los pogromos. Sin embargo, la supuesta conspiración judeomasónica que desvelaban no solo justificó las razias antisemitas rusas de entonces, sino que Los protocolos… reapareció como documento veraz en la Alemania nazi y la conjura que denunciaba aún era argumento recurrente del gobierno franquista español (entre otros) hasta los años setenta. Más de siete décadas, la vida entera de un humano, sin que los intentos por desmentir ese burdo infundio prosperasen. Ese es el mundo del que venimos.
Twitter se ha convertido en el mayor enemigo de la mentira digital por la velocidad de los desmentidos. El caso de Facebook es muy otro. Primero, porque no es una red abierta, sino que cada usuario puede elegir quién accede a los contenidos que difunde. Segundo, porque su debate no es un intercambio horizontal sino vertical: la información difundida en un muro ocupa una oposición jerárquica respecto a los comentarios de otros participantes, al revés de lo que ocurre en Twitter, donde la conversación es igualitaria y la única jerarquía es el número de seguidores. Y en tercer lugar, porque los datos que facilitamos a través de Facebook, y que son utilizados para dirigir la publicidad que recibimos, pueden usarse y se usan con intenciones políticas.
Pero por qué ese menudeo, esa mensajería al por menor, dirigiéndose a cuentas individuales de WhatsApp en lugar de emplear redes de difusión en principio más amplias como las que ofrece Facebook o Twitter? Pues precisamente porque las redes de mensajería personal son impermeables al contraste de los mensajes que difunde. Un grupo familiar, un grupo de amigos, o un grupo de padres, en WhatsApp, solo está sometido al contraste de sus miembros. Y muy pocos, sobre todo si no son nativos digitales, someten la información que reciben a un contraste abierto, un proceso por lo demás tan fácil como buscar esa misma información en Google. WhatsApp es el vivero de las mentiras. La impregnación es tal que una y otra vez reaparecen en este servicio de mensajes digitales infundios y bulos que hace años desaparecieron de las redes abiertas, ya sean falsas advertencias policiales sobre estafas o los muy habituales bulos políticos sobre inmigración y servicios sociales.
La edad media es más alta entre quienes solo usan WhatsApp y Facebook respecto a los que emplean además Instagram o Twitter. Los estudios practicados revelan que ese supuesto temor al uso que los más jóvenes hacen del ágora digital, en realidad deberíamos dirigirlo a los más mayores, porque los nativos digitales son mucho más duchos en detectar bulos y mucho más escépticos con lo que reciben que sus mayores. No solo hay una razón de competencia tecnológica, también de solidificación de las ideas: los adultos son más propensos a incurrir en el sesgo de confirmación, es decir, considerar solo aquellos contenidos que ratifican lo que ya piensan, ideas que han ido conformando y afianzando durante años, y por tanto los más reacios a cambiar de parecer. Dicho de otro modo, son menos propensos a verificar mínimamente cualquier mensaje, por inverosímil que sea, que confirme un prejuicio.
En Brasil, donde 120 millones de personas usan WhatsApp, la sorpresa con que se encontraron los científicos sociales fue que las noticias falsas eran desmentidas una y otra vez en redes abiertas, pero eso no limitaba su vida ni alcance en las redes privadas o cerradas. Los infundios eran tan de trazo grueso que cuesta creer que tuvieran eco, pero lo tuvieron: desde falsas agresiones de seguidores de Lula da Silva a votantes de Bolsonaro, hasta conjuras comunistas y/o homosexuales para violar a niños en masa.
En España, los bulos son similares, y el anticatalanismo, la xenofobia y el machismo son los principales materiales que vuelan por estas redes. Aunque no hay trabajos de campo amplios por la condición casi clandestina e indetectable de las informaciones que se mueven por WhatsApp, algunos consultores, como Juan Ferrer, de Consensualia, han hecho microestudios en grupos reducidos con conclusiones preocupantes: “WhatsApp es un canal sin control de contenidos (como hasta hace poco Facebook o Twitter) lo que lo convierte en un terreno abonado para las fake news. (…) Fortalece el efecto burbuja instalando microclimas de opinión. El acceso al contenido vía conocido hace que haya un cuestionamiento laxo sobre la verosimilitud”.
A pesar de lo limitado de las muestras disponibles, lo cierto es que hay una coincidencia con lo que nos han enseñado las campañas de Brasil, India o Estados Unidos: “Los mensajes críticos a temas afines al progresismo van socavando las opiniones favorables e introduciendo los enfoques reaccionarios. Trabajan sobre la relativización del tema consiguiendo desplazamientos sutiles “estoy a favor de los refugiados pero no podemos acoger a toda Africa”. En la mayoría de las ocasiones se basan en informaciones erróneas o directamente falsas”, explica Ferrer.
Para la mentira aplica el mismo principio que para la violencia machista o las violaciones: no hay más casos que hace veinte años, hay más denuncias y por eso la estadística crece. Porque el mundo se ha transparentado, enseñando sus vergüenzas. En esos nuevos espacios abiertos, donde no hay fronda en la que ocultarse, los promotores de los infundios buscan matorrales por los que avanzar ocultos. Ese monte bajo son las redes privadas o semiprivadas. La alt-right ya ha elegido su campo de juego en todo el planeta. Estén atentos a su móvil. Y al de sus mayores.
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