por Sr. Lobo69 »
18 Nov 2010, 21:16
BOBI
Autor: Amorebieta
Recuerdo como si fuera ayer el día que lleve a Bobi a casa. Elisa y yo acabábamos de alquilar un piso en el centro y esa noche iba a ser la primera que pasásemos allí. Había ido por la tarde a comprar una botella de champán y ya me dirigía al piso para meterla en el congelador cuando lo vi, de refilón, en el escaparate de una tienda. Un pastor alemán oscuro, casi negro, de apenas un par de semanas. Mire, es de raza, me dijo el dueño de la tienda, se nota porque tiene estas dos pecas aquí a los lados. Me costó una pasta, el Bobi. Lo llevé en brazos a nuestro pequeño palacio de dos habitaciones, terracita y baño y lo encerré en el comedor. Recuerdo que salimos a cenar a un sitio caro y que bebimos vino y que al llegar a casa cogí a Elisa en brazos para entrar y que nada más cerrar la puerta escuchamos entre nuestras risas el llanto, los grititos de Bobi. Elisa se emocionó. Lo cogió y empezó a acariciarlo, me dijo gracias mil veces, te quiero otras mil, le dijo te llamaras Bobi, pequeñajo, ¿te gusta?, y yo, pensando que había escuchado mal, le pedí desde la cocina que repitiese lo que había dicho por favor mi vida y ella repitió eso de Bobi mientras yo, de nuevo en el comedor, derramaba media botella de champán en el suelo justo al lado de una de las minimeadas de Bobi y ella gritaba alegría alegría y luego se reía y decía Bobi y Bobito, mis dos amores, Bobi y Bobito y yo me reía y pensaba que aquello tenía gracia y volvía a por las copas que las había olvidado, mi amor, y de paso a por el mocho, cariño, que entre Bobi y Bobito habíamos dejado esto hecho un asquito. Recuerdo que la primera noche que pasamos juntos en nuestro piso Elisa no se separó de nuestro perro ni de esa sonrisa que tan bien me hacía sentir.
Al principio no lo bajábamos a la calle. Decíamos que por miedo a que cogiese una infección o cualquier cosa, con lo pequeño que era, pero el verdadero motivo era que queríamos disfrutar a solas de nuestro renacuajo, no queríamos compartirlo con nadie más. Se meaba y se cagaba por todas partes, pero no tenía importancia. Además, era todo tan pequeño y tan insignificante que ni siquiera nos molestaba ni nos parecía que oliese mal. Por aquel entonces Elisa estaba preparando oposiciones y cuando yo volvía del trabajo me decía amor, Bobi ha estado llorando desde que te has ido, mira qué contento está ahora, y miraba a aquella bola de pelo que movía el rabo y ladraba de una manera ridícula e intentaba, a duras penas, alzarse sobre sus dos patas traseras para demostrarme lo mucho que se alegraba de verme. Creo que nunca fuimos tan felices como aquellos días en los que hasta las cacas de Bobi nos parecían obras de arte.
Tardó poco tiempo en empezar a destrozar todo lo que hallaba a su paso. Bragas, zapatillas, revistas, pantalones. Su especialidad eran mis camisetas. Pero cari, si es que lo dejas todo por ahí, me decía Elisa cuando veía que empezaba a enfadarme. Tienes que ser más aseado, y me besaba y yo asentía y acariciaba a Bobi y le ponía la correa para sacarlo a pasear mientras Elisa me decía hoy sólo se meó una vez y yo murmuraba buen perro, Bobi, buen perro, vamos a dar una vuelta, ¿nos acompañas, mi vida? y bajábamos los tres al parque a jugar y a olvidar las camisetas y las bragas, los pantalones y las revistas. En el fondo qué más daba; teníamos más, teníamos a Bobi.
Creció más rápido de lo esperado. En unos meses ya casi ponía sus patas delanteras sobre mi pecho cuando me saludaba al llegar a casa. Ladraba con estruendo. Se subía al sofá y lo llenaba de pelos. La verdad es que llenaba todo de pelos, sobre todo con esa gran cola que no dejaba de mover cuando me veía entrar por la puerta. Ay Javier, menos mal que has llegado, Bobi casi no me ha dejado estudiar en todo el día, se sigue meando aquí, bájalo un rato al parque, por favor. Una noche volvimos Bobi y yo de pasear y vimos a Elisa llorando. No puedo más, Javi, me dijo, lo ensucia todo, ladra todo el día, se come mi ropa y saca la comida de la basura, no puedo más. La abracé fuerte y le dije tranquila, cariño, todo se arreglará, no podemos abandonarlo a estas alturas, es que estás nerviosa porque se acerca el examen y haces una torre de un grano de arena. Recuerdo que temblaba, no estoy seguro de si ella o yo. Seguramente los dos. Aquella fue la primera noche que pasamos en vela, espalda contra espalda sin compartir nuestros pensamientos.
Llevamos a Bobi a un adiestrador. Nos dijo que el problema era de base, que habíamos permitido una serie de cosas desde el principio que se habían ido haciendo una bola. Educó a Bobi y nos enseñó a tratarlo, a actuar, a castigarlo y a felicitarlo, a atajar los problemas antes de que llegasen. Elisa, que al principio se mostraba escéptica, recobró la sonrisa. Volví a ver en sus ojos el brillo de la noche que vio a Bobi por primera vez. Hacía pausas en sus estudios y bajaba con nosotros al parque, como al principio. El día del examen volvió a casa eufórica, lo he bordado mi amor, y yo volví a derramar champán sobre el suelo del comedor y Elisa dijo ay mi Bobito alegría alegría y los dos reímos y hasta los ladridos de Bobi moviendo la cola nos sonaron a risa.
Elisa sacó plaza, empezaría a trabajar en septiembre. Recuerdo que una tarde de julio llegué a casa cansado de trabajar, hacía un calor sofocante. Olía de **** madre, como si se hubiese pasado todo el día cocinando. Había velas por todas partes. Entré a la habitación; estaba tumbada en la cama medio desnuda, con las braguitas que le había regalado por nuestro aniversario. Empezó a darme besos, mi amor, he reservado un viaje, una semanita en la Riviera Maya, tú y yo solos. ¿Una semana? ¿Y qué hacemos con el perro? Mirándolo ahora con perspectiva me doy cuenta de que fui un completo gilipollas. No sé mi vida, me dijo, se lo podemos dejar a alguien. ¿A quién?, dije yo, se van todos de vacaciones. Ése es el problema, Javi, que se van todos de vacaciones menos nosotros, lo dejamos en una residencia y ya está. ¿En una residencia, pero tú sabes cuánto cuestan esas cosas? Estaba a punto de cagarla del todo. ¿Y el piso, quién paga el piso si tú todavía no trabajas? Mañana mismo anulas la reserva, me bajo al perro a pasear. Cuando subimos no quedaba ni una vela. Bobi cenó bistecs y yo dormí en el sofá.
Aquel verano fue duro. Discutíamos cada dos por tres. Yo me quedaba en casa, leyendo, pasando calor, mientras Elisa se iba a la piscina. Bobi no paraba de jadear, con la lengua fuera, hacía un ruido insoportable. En una de nuestras discusiones pasó algo que todavía hoy sigo sin creer que pudiese pasar. Los gritos subieron de tono. Elisa me agarró con fuerza el brazo, clavándome las uñas. Porque estaba allí y lo vi, si no juraría con todas mis fuerzas que era imposible que pasase algo así. Bobi ladró y después mordió a Elisa. O mordió y después ladró, el caso es que al momento nos quedamos los dos blancos, callados. No lo hizo fuerte, ni siquiera le hizo sangre, pero el hecho era que le había mordido. Lo siento, cariño, ¿estás bien?, le dije tartamudeando. Elisa me miró con los ojos llorosos y salió corriendo de casa.
Estuvo una semana sin aparecer por el piso. Yo no había salido, ni para bajar a Bobi. Creo que llevé los mismos calzoncillos durante toda la semana. Ocho días después vino, yo estaba tumbado en el sofá, viendo la tele y comiendo doritos, con una cerveza fría en la mesa y el ventilador apuntando a mi cara. Ella echó un vistazo en rededor. El comedor estaba lleno de mierdas y meados de Bobi. Qué peste, dijo, me llevo al perro, un amigo del gimnasio tiene una casa en la sierra y no le importa quedárselo, allí podrá correr y jugar tranquilo, en esta casa le falta el aire. Quizá debí impedírselo, no sé, suplicarle que no se lo llevase, prometerle que todo iba a cambiar, pero me quedé en el sofá, sin decir nada. Bueno, nada no, recuerdo que le dije ¿gimnasio? ¿Desde cuándo vas al gimnasio? Ella se rió, quiero decir, no se rió, pero tiró aire por la nariz mientras sonreía, como con sarcasmo. Le puso la correa a Bobi y se lo llevó. La última vez que vi a mi perro dentro de casa movía la cola. Parecía feliz por largarse de aquí.
Hoy, rebuscando por los cajones, me he encontrado las braguitas que le regalé por nuestro aniversario, mordidas por Bobi, y me ha dado por recordar. He llorado un poco. He cogido el coche y me he pasado por la casa de la sierra, donde vive ahora. Está bien, se le ve feliz, correteando por todos lados. No he entrado, claro, ni siquiera he llamado al timbre. Por un momento me ha parecido que Bobi me miraba. Se ha quedado quieto, con las orejas tiesas. Luego ha sacado la lengua, como sonriendo, y ha seguido corriendo.
Quién sabe, no será lo mismo, pero tal vez ya va siendo hora de que me compré otro perro, uno de esos que no crecen. Y por supuesto, que no se llame Bobi. Vaya un nombre de mierda.
Antes de empezar a lamernos las pollas mutuamente, terminemos nuestro trabajo