Xavimaniaco escribió:Artículo 187.3 de la ley orgánica 5/1985 modificada el 29 de Enero de 2011.
3. Para presentar candidatura, las agrupaciones de electores necesitan un número de firmas de los inscritos en el censo electoral del municipio, que deberán ser autenticadas notarialmente o por el Secretario de la Corporación municipal correspondiente, determinado conforme al siguiente baremo:
a) En los municipios de menos de 5.000 habitantes no menos del 1 por 100 de los inscritos siempre que el número de firmantes sea más del doble que el de Concejales a elegir.
b) En los comprendidos entre 5.001 y 10.000 habitantes al menos 100 firmas.
c) En los comprendidos entre 10.001 y 50.000 habitantes al menos 500 firmas.
d) En los comprendidos entre 50.001 y 150.000 habitantes al menos 1.500 firmas.
e) En los comprendidos entre 150.001 y 300.000 habitantes al menos 3.000 firmas.
f) En los comprendidos entre 300.001 y 1.000.000 de habitantes al menos 5.000 firmas.
g) En los demás casos al menos 8.000 firmas.
Así que notario hay, el coste lo desconozco.
Artículo 169.
1. Para las elecciones al Congreso de los Diputados y al Senado la Junta Electoral competente para todas las operaciones previstas en el Título I, Capítulo VI, sección II de esta Ley, en relación a la presentación y proclamación de candidatos es la Junta Electoral Provincial.
2. Cada candidatura se presentará mediante listas de candidatos.
3. Redacción según Ley Orgánica 2/2011, de 28 de enero. Para presentar candidaturas, las agrupaciones de electores necesitarán, al menos, la firma del 1 % de los inscritos en el censo electoral de la circunscripción. Los partidos, federaciones o coaliciones que no hubieran obtenido representación en ninguna de las Cámaras en la anterior convocatoria de elecciones necesitarán la firma, al menos, del 0,1 % de los electores inscritos en el censo electoral de la circunscripción por la que pretendan su elección. Ningún elector podrá prestar su firma a más de una candidatura.
4. Las candidaturas presentadas y las candidaturas proclamadas de todos los distritos se publican en el Boletín Oficial del Estado.
Polititroll Mayor escribió:La izquierda debe ser definida por sus fines, no por sus medios.
Ainsthrilln Turion escribió:Xavimaniaco escribió:Artículo 187.3 de la ley orgánica 5/1985 modificada el 29 de Enero de 2011.
3. Para presentar candidatura, las agrupaciones de electores necesitan un número de firmas de los inscritos en el censo electoral del municipio, que deberán ser autenticadas notarialmente o por el Secretario de la Corporación municipal correspondiente, determinado conforme al siguiente baremo:
a) En los municipios de menos de 5.000 habitantes no menos del 1 por 100 de los inscritos siempre que el número de firmantes sea más del doble que el de Concejales a elegir.
b) En los comprendidos entre 5.001 y 10.000 habitantes al menos 100 firmas.
c) En los comprendidos entre 10.001 y 50.000 habitantes al menos 500 firmas.
d) En los comprendidos entre 50.001 y 150.000 habitantes al menos 1.500 firmas.
e) En los comprendidos entre 150.001 y 300.000 habitantes al menos 3.000 firmas.
f) En los comprendidos entre 300.001 y 1.000.000 de habitantes al menos 5.000 firmas.
g) En los demás casos al menos 8.000 firmas.
Así que notario hay, el coste lo desconozco.
Ese no es el artículo aplicable. Ése es para las agrupaciones de electores, que es otra forma de presentarse a las elecciones sin formas un partido, y además, el artículo sólo se refiere a las elecciones municipales.
Por cierto, dice "notarialmente o por el secretario de la Corporación municipal". El Secretario Municipal es un funcionario a sueldo que no cobra nada por firmar un papel, así que en ese caso no hay por qué pagar nada.
El aplicable es éste:Artículo 169.
1. Para las elecciones al Congreso de los Diputados y al Senado la Junta Electoral competente para todas las operaciones previstas en el Título I, Capítulo VI, sección II de esta Ley, en relación a la presentación y proclamación de candidatos es la Junta Electoral Provincial.
2. Cada candidatura se presentará mediante listas de candidatos.
3. Redacción según Ley Orgánica 2/2011, de 28 de enero. Para presentar candidaturas, las agrupaciones de electores necesitarán, al menos, la firma del 1 % de los inscritos en el censo electoral de la circunscripción. Los partidos, federaciones o coaliciones que no hubieran obtenido representación en ninguna de las Cámaras en la anterior convocatoria de elecciones necesitarán la firma, al menos, del 0,1 % de los electores inscritos en el censo electoral de la circunscripción por la que pretendan su elección. Ningún elector podrá prestar su firma a más de una candidatura.
4. Las candidaturas presentadas y las candidaturas proclamadas de todos los distritos se publican en el Boletín Oficial del Estado.
Que ni cita a los notarios ni nada, lo deja en el aire. Yo espero y deseo que sólo haya que presentar las firmas en la Junta Electoral Provincial.
Saludos.
Xavimaniaco escribió:Efectivamente me equivoqué, principalmente porque busqué por palabras como notario, notarialmente , notaría. En cualquier caso yo no veo bien tampoco la simple firme, yo no firmaría por ningún partido pero eso no significa que no les vaya a votar, además aunque la firma no implique voto, da a entender que apoyas a ese partido por lo que se pierde el derecho al voto secreto.
El Movimiento Cantonal: #acampadacartagena1873
25/07/2011 | Autor agarkala
A menos que hayan dedicado los últimos seis meses a la meditación en el silencioso retiro de un convento perdido en la meseta castellana, o lo que viene a ser equivalente en un plano cognitivo, a recuperarse de la resaca de cinco raves seguidas en el desierto de Los Monegros, les supongo enterados hasta el último y agotador detalle del famosísimo movimiento 15-M y las titubeantes andanzas de la plataforma Democracia Real Ya. Se ha analizado y diseccionado el fenómeno hasta la saciedad desde todas las tribunas de prensa imaginables; para resaltar los defectos y la presunta peligrosidad social por parte de los medios más generalistas y para glosar las virtudes del sistema asambleario por parte de redes sociales afines, prensa “alternativa” o bitácoras personales. Pero hay un denominador común a todos estos artículos y opiniones esparcidas en millones de bits, la unánime sensación de estupefacción por la impactante novedad de un movimiento tan original. Más sorprendente aún parece el hecho de que haya tenido lugar en España, país que no destaca precisamente por su capacidad de movilización popular.
Y el caso es que ni una cosa ni la otra son ciertas. Es muy llamativo que entre todos estos análisis más o menos sesudos nadie haya dedicado unas tristes líneas a bucear en la historia para encontrar los antecedentes del 15-M en la tradición juntera, típicamente española (bueno, igual si lo han hecho, pero comprenderán que uno no se lo puede leer todo…). No se queda ahí el asunto, puesto que lo sucedido estos últimos meses mantiene unos inquietantes paralelismos con uno de los episodios peor conocidos y más maltratados de la Historia de España, el levantamiento cantonal de 1873. La información que la mayoría de los españoles recibe de este estallido revolucionario lo presenta como una especie de revuelta separatista, derivada del caos en el que el país estaba sumido debido a la inacción y la flojera de la I República, que como cualquier indígena hispano de orden sabe, es un tipo de gobierno que trae pánico, destrucción y anarquía en cuanto se proclama. Ya se pueden imaginar que todo esto también es una enorme mentira, así que vamos a hacer en esta entrega un salto mortal doble con tirabuzón hacia atrás: por una parte trataremos de hablar del papel de las juntas y su expresión máxima durante la revolución cantonal para que vean el parecido asombroso con el 15-M, y por otra veremos cómo ha pasado a la historia “oficial” el tema y así se pueden hacer una idea de lo que se dirá de los indignados en unos cuantos años. Como esto no es una ciencia exacta y la historia no se repite (menos mal…), luego no me vengan con cuchufletas si no acierto, para una vez que me voy a mojar.
Madrid, 1808. Después del lamentable espectáculo de abdicaciones y conspiraciones a tres bandas ofrecido por Carlos IV, su hijo Fernando VII y el favorito Godoy (tres tontos manipulados a conveniencia por el Emperador Napoleón), las cabezas coronadas parten hacia Bayona para representarlo allí, dejando el país a cargo de una Junta de Gobierno como simulacro de autoridad y llenito de soldados franceses, que eran la autoridad efectiva. Dicha Junta estaba compuesta por infantes de segunda fila, grandes de España y otros aristócratas cuyo único criterio era mantener su culo a resguardo, lo que implicaba no molestar a Murat y su ejército de “citoyens”. Así que al estallar la revuelta antigabacha, el vacío de poder era abismal, por lo que era lógico que alguien se instituyera en algo parecido a un gobierno provisional. Ese alguien fueron las instituciones “menores”; ayuntamientos y gobernaciones provinciales se erigieron en Juntas Locales, que pronto formaron una Junta Suprema Central para coordinar la actuación política en cuanto al esfuerzo de guerra y también sobre la construcción de una estructura de gobierno. Los protagonistas de este movimiento autónomo eran en su mayoría gente de clase acomodada y buena formación; nobleza menor, clérigos, juristas o intelectuales como Jovellanos. Su mayor obra la conocemos todos, la Constitución de Cádiz, piedra angular del liberalismo español y punto de partida del mundo contemporáneo por estas tierras, pero no el único documento que salió de allí. En Cádiz se abordaron unas cuantas cuestiones bastante espinosas que salieron a debate público ante la ausencia del monarca absoluto y que marcarán la agenda política peninsular hasta prácticamente mediados del siglo XX. Incluso el que era la Madre de Todos los Temas, el reparto de la riqueza nacional, o dicho de otra manera, la posesión de la tierra: el 6 de Agosto de 1811 se promulgaba la Ley de Señoríos, que liquidaba el régimen señorial. A partir de entonces los señores post-feudales ya no tenían jurisdicción sobre sus territorios (judicial e impositiva sobre todo), se abolían multitud de prestaciones personales y reales que mantenían a la gran mayoría de españoles en la servidumbre, aunque eso sí, se les respetaba la posesión íntegra de las tierras y el usufructo de sus beneficios acreditando previamente el título de compra correspondiente.
¿Para qué todo este rollo si íbamos a hablar de Juntas, de Cartagena y del 15-M? Pues porque es necesario para entender el nudo y el desenlace, así que paciencia y a sufrir un poquito, que como en las películas de misterio, al final se resuelve todo. Al acabar la guerra, Fernando VII volvió a España muy receloso de lo que había ocurrido mientras estaba peleándose con su señor padre, y no en vano, porque después de ganarla solitos (bueno, va, con ayuda de los anglo-portugueses) el prestigio de los liberales y sus Juntas estaba por las nubes. Pero en cuanto entrevió cierto apoyo por parte de diputados gaditanos más conservadores y de los absolutistas de toda la vida, abominó de la “Pepa”, desató una campaña de persecución y trató de restablecer el Antiguo Régimen.
Con unas cuantas ejecuciones y encarcelamientos terminó el primer estreno juntero español. Sin embargo, el fenómeno reaparecería cual Guadiana durante el pronunciamiento del General Riego en 1820 contra el tirano absolutista. Al tiempo que su ejército de la Isla recorría Andalucía y Castilla en busca de apoyos, las Juntas de ciudadanos que cuentan para algo (a la plebe aún le faltaba para participar en saraos) se fueron sumando espontáneamente al pronunciamento, dándole calado y soporte social. Riego triunfó principalmente porque el proceso iniciado por los liberales era muy difícil de cortar de raíz por la vía de la represión; había demasiada gente comprometida con el derrocamiento del Antiguo Régimen y las ideas de soberanía nacional y libertad individual, política, económica y jurídica. Por primera vez se combinaron las dos formas típicamente españolas de intervenir en política, el pronunciamiento y las Juntas, para dar paso al Trienio Liberal. Se trató de dar un viraje progresista al país y meterlo en el mundo contemporáneo, pero aunque Fernando VII tuvo que jurar la Constitución de 1812, obviamente lo hizo obligado y dedicó todo su tiempo a conspirar y tratar de dividir al gobierno. Por su parte los liberales se dividieron entre los veteranos de Cádiz y la generación más joven y por tanto con menos miedo a romper tradiciones, barreras e ir un poco más allá; los “exaltados” como los llamaban preferían las asambleas y juntas, las reuniones en clubs políticos y la prensa como medio de debatir ideas. Pero aquí intervendrá la geoestrategia: en Europa se estilaba el Trono y el Altar tras la victoria de los autócratas sobre Napoleón, así que la Santa Alianza intervino a favor de Fernandito el Deseado y con la invasión francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis se acabó el segundo experimento liberal. Dos a cero para el absolutismo.
Y ahora sí que voy a despachar más o menos deprisita unos cincuenta años de complicada historia de España porque quiero llegar rápido a la revolución popular de 1868 conocida como La Gloriosa, porque además de que entrar en detalle es un verdadero jaleo (a partir de 1833 hay unos 53 gobiernos diferentes), las formas de gobierno y los acontecimientos políticos se van a parecer bastante. Fernando VII volvió a imponer el absolutismo, esta vez con verdadera saña, persiguió liberales, ajustició a Riego y a Torrijos y disolvió la Milicia Nacional, cuerpo al margen del ejército cuyo origen se remontaba a los ciudadanos en armas frente a los franceses y que volverá a reaparecer siempre del lado de las facciones más progresistas del liberalismo. Para resumir, a partir de la muerte del rey en 1833 la reina madre se arrimará a los liberales más moderados, no porque fuera muy liberal ella, sino porque eran los únicos en quienes podía apoyarse después del alzamiento del pretendiente carlista y hermano del difunto, el todavía más bruto que él don Carlos María Isidro.
España entrará en una dinámica política donde van a predominar casi siempre los moderados partidarios de un liberalismo bastante conservador, de reformas lentas (algunas de ellas puramente cosméticas) y de espíritu tradicional. Así que lo de arreglar las desigualdades y hablar del reparto de la tierra queda aplazado a un día que tengamos tiempo y eso. Los Borbones, facultados por las sucesivas constituciones conservadoras para hacer y deshacer gobiernos, mostrarán además una gran predilección por el “partido moderado” (lo pongo entre comillas porque son más bien facciones que no partidos en el sentido actual del término): éstos gobernarán desde 1833 hasta 1868 casi ininterrumpidamente con la excepción de 1836-37, de la Regencia de Espartero (1840-43) y el bienio progresista (1854-56). ¿Cómo funcionaba la política española por aquella época? El gobierno de la nación lo controlaban los moderados, apoyados en la regente, por lo que la legislación y las decisiones ejecutivas estaban en sus manos, dado que no existía realmente oposición; al partido que no formaba gobierno se le concedían unos cuantos diputados en plan simbólico y arreando. ¿Y en este escenario el “partido progresista” cómo se las apañaba, se preguntarán ustedes? Pues como buenamente podía, apoyado en sus bases habituales; las elites locales, es decir, los ayuntamientos, las milicias ciudadanas que se formaban y se disolvían recursivamente y algunos sectores del Ejército (combatientes en la guerra de Independencia los más veteranos, en las carlistas los más jóvenes), por entonces con importante presencia de masones y liberales exaltados.
Esta marginación de un sector de los que cuentan en política sólo podía traer disgustos, y esa es la causa de la proliferación de pronunciamientos y la tendencia al uso de la sublevación armada para introducir cambios político-sociales. Cuando la regente María Cristina trató de promulgar una ley de Ayuntamientos muy lesiva para los liberales progresistas se encontró enfrente a Espartero, las milicias y las juntas. Abdicó de la Regencia en 1840 y le cedió al general el mando. Sin embargo cada movimiento de los progresistas se encuentra con fuerzas de signo opuesto muy importantes interesadas en que las cosas no cambien apenas (la casa real, la aristocracia y unas cuantas fortunas más), así como la presión desde sus propias filas para que de una santa vez se hagan cambios radicales, sobre todo en torno a la cuestión de la propiedad de la tierra (no es casual que las desamortizaciones se produzcan con ejecutivos de corte progresista como Mendizábal en 1837 y Madoz en 1855). Añádanle el carácter bastante imperativo de Espartero, que logró enemistarse con los suyos, y en 1843 tenemos a Isabel II en el trono con nuevo gobierno moderado. Esta caprichosa no dudaba en disolver gobiernos por razones peregrinas y llamar recurrentemente al ciclotímico general Narváez, que tan pronto ordenaba unos fusilamientos o deportaba revoltosos a las Marianas, como le daba un ataque depresivo y abandonaba “la cochina política”. En este ambiente tan equilibrado y de consenso tuvo lugar la balbuceante y asimétrica industrialización española, por lo que se pueden figurarse los niveles de corrupción económica y política que alcanzó la cosa. Como nadie se preocupaba de las clases bajas, mientras algunos golfos como el polaco Sartorius trepaban al rango de marqués y se forraban con concesiones a sus amiguetes de negocios como el ferrocarril, el atraso y las sequías mataban de hambre a amplios sectores campesinos.
Y aquí ya les prometo que estamos a las puertas ya del cantonalismo…en 1868 y ante el intolerable clima de degeneración y corruptela política, tuvo lugar un nuevo pronunciamiento militar por parte de espadones progresistas de todas clases (y algunos moderados) como Prim o Serrano que estalló, cómo no, en Cádiz. La sublevación militar fue acompañada de una verdadera revolución civil; los tiempos habían cambiado y cada vez más ciudadanos de las clases populares demandaban reformas, muchas de ellas pendientes desde 1812, y que se pusiera fin a aquel simulacro de parlamentarismo que ocultaba un gobierno despótico. Pero han pasado más de 50 años desde la “Pepa” y las mentalidades han cambiado; ahora entran en escena ideologías y partidos en alza, que surgidos al margen de las instituciones oficiales y lógicamente inexistentes para el sistema político, se han nutrido de una significativa base social a golpe de ateneos, debates, periódicos, etc. Son los partidos republicanos, los unitarios de Castelar y los federales de Pi y Margall, los demócratas y los radicales los protagonistas principales de la reaparición de las Milicias populares y las Juntas locales, cuyo apoyo dará finalmente la victoria a los generales alzados. España vivía una auténtica revolución democrática, y el ambiente en la calle era de euforia por alcanzar por fin las ansiadas reformas, y ver el final de las sangrantes desigualdades sociales y económicas entre españoles.
Pero el Sexenio democrático deparaba una amarga sorpresa a republicanos y demócratas que tanto habían contribuido al éxito de la revolución y la expulsión de la odiada reina Isabel. Sagasta, Serrano y Prim decretaron la disolución de las Juntas y las Milicias revolucionarias, quitaron el poder a los ayuntamientos y en unas elecciones por sufragio “universal” masculino para mayores de 25 años, el partido progresista y los unionistas de Serrano salieron triunfadores de los comicios donde participaron hasta los carlistas. Esta mayoría derivó en la Constitución de 1869 y en la búsqueda de un nuevo rey que acatara mejor los principios parlamentarios, figura que ocupará el pobre Amadeo de Saboya, que si lo llega a saber no viene. Este giro más moderado de los triunfadores no es tan extraño si pensamos en que por estas fechas pocas cosas habían cambiado en las alturas: todo el sistema socioeconómico estaba en manos de una elite aristocrática y empresarial muy poderosa y bastante conservadora, que toleraba los gobiernos siempre que no fueran muy lejos y les tocaran lo suyo. Si consideraban que se atentaba contra sus prebendas, bienes y privilegios, podían tirar de sus vastos recursos para hacer caer el gobierno. Así las cosas, no se podía avanzar demasiado en la legislación más progresista; las leyes desmortizadoras de 1855 estaban aún sin ejecutarse en muchos sitios, había un encarnizado debate alrededor de las colonias y una futura emancipación de los esclavos, muchos antiguos señores feudales seguían cobrando impuestos de origen medieval, y la posesión de la tierra era para unos pocos, que principalmente en el sur obligaban a los campesinos a jornales ilegales y otros abusos flagrantes. Como vimos al tratar el feo asunto cubano, el lobby negrero, de la manita de la banca, intrigó lo suyo para hundir la monarquía de Amadeo I y sus intentos de modernización; no está ni mucho menos claro que a Prim lo asesinaran los republicanos o los anarquistas y el acoso brutal al gobierno de Ruiz Zorrilla por parte del Círculo Ultramarino de empresarios y aristócratas consiguió la abdicación del rey. Para colmo, en 1872 esos curiosos y perseverantes psicópatas ultramontanos conocidos como carlistas volvían a tomar las armas contra lo que les parecía un gobierno anti-como-dios-y-la-tradición-manda.
Así que en 1873, sin rey y sin rumbo, la chapuza de la clase política hispana optó por la única solución que quedaba tras haber fallado todos lo demás sistemas que la gente “de orden” había intentado: la República. Por 258 votos contra 32 se proclamó por primera vez una república en España, siendo su presidente el ilustre catalán Estanislao Figueras, con el no menos catalán e ilustre Pi i Margall como ministro de la Gobernación (lo que hoy conocemos como Interior) y hombre fuerte del nuevo régimen. La República nacía con dos amenazas no tan en la sombra desde lugares diametralmente opuestos. En la esquina derecha, ese compacto grupo de clases propietarias capitaneadas por los esclavistas, que desde el primer momento conspiraron para destruir su programa político y social, llegando incluso a prestar grandes sumas al pretendiente carlista para comprar armamento y poner un gran ejército en pie. Entre ellos estaban los Zulueta, el marqués de Manzanedo, y Cánovas o Serrano, conocidos de esta página. En la esquina izquierda también tenemos un problema, Houston. Los sectores que habían puesto todas sus esperanzas en la república eran muy diversos; campesinos y jornaleros siempre al borde de la miseria esperaban que por fin se resolvieran sus impedimentos para acceder a la tierra, los obreros que empezaban a sentir la presión del capitalismo desregulado laissez faire de la época, los intelectuales que ansiaban sociedades mejores y los pequeños propietarios que esperaban mejores tiempos con leyes más justas. Todos tenían intereses muy diversos y todos estaban bastante hartos de esperar en vano injusticias sin resolver desde 1812. Por último, tenía que contar con la desconfianza internacional, teniendo tan recientes los hechos de la Comuna de París todo el mundo (salvo EEUU y Suiza) esperó acontecimientos antes de reconocer al nuevo gobierno español. No, no me he equivocado de República, sigo hablando de la primera.
Nada más proclamarse, se dispararon los acontecimientos; reaparecieron juntas revolucionarias, se abolieron las odiosas quintas de reclutas y otros impuestos, etc. Los campesinos de Montilla, hartos de la opresión caciquil se lanzaron a ocupar tierras, asaltaron la casa del alcalde, quemaron archivos y mataron algunos funcionarios públicos. La prensa conservadora puso estos hechos como ejemplo de caos y desorden republicano, pero la verdad es que cosas así venían ocurriendo desde tiempos de Isabel II y tenían más que ver con la explosiva situación social heredada que con el tipo de gobierno. Este hecho era palmario para los republicanos y en general para todo aquel que no estuviera metido en la red de intereses materiales de las clases altas (a las que les daba exactamente igual la desigualdad y de hecho no veían ningún tipo de peligro o inconveniente en ello) por lo que el gobierno Pi i Margall optó por la vía del necesario reformismo para aplacar estos ánimos y algunos otros (como el intento del incipiente nacionalismo catalán de empezar el federalismo proclamándose como Estado). Las primeras medidas instituían una milicia llamada Voluntarios de la República que debía coexistir con el Ejército, cada vez más virado al conservadurismo, abolición de quintas o matrículas de mar (que era lo mismo que aquellas pero para la Armada) y de títulos aristocráticos y otras varias tendentes a la igualdad. Ante estos derroteros, los monárquicos y los adinerados evadieron sus capitales y se fueron a Biarritz a conspirar abiertamente; una intentona de Serrano fue brillante y rápidamente abortada por Pi. En este complicado contexto, y dado que los enemigos de la reforma estaba bastante claro quiénes eran, Pi trató de sacar adelante un magnífico proyecto constitucional que no llegó a ver la luz; en el verano de 1873 se redactó un texto constituyente absolutamente democrático, de amplio calado social y muy avanzado para su época, que pueden consultar aquí ustedes mismos. Sin embargo, llegaba demasiado tarde.
No sólo se trataba de que los carlistas arreciaran en sus ataques, siendo jaleados por los conservadores, sino que en Andalucía empezaron los motines sociales graves: en Sevilla se organizó un comité de Seguridad Pública, con un internacionalista (que es como se llamaba entonces a los primeros socialistas), Mingorance, al frente . Éste proclamó el cantón sevillano el 30 de Junio y procedió a tomar medidas tan atrevidas como reducir la jornada a 8 horas diarias, los alquileres un 50% y repartir tierra sin cultivar entre los campesinos. La intervención militar acabó con el intento…por el momento. El gobierno se veía superado y trató de suspender las garantías constitucionales, lo que provocó el abandono de la Cámara por parte de los republicanos federales llamados “intransigentes”. Ya no había marcha atrás para las aspiraciones populares; el periodista Roque Barcia, director de “Justicia Federal” constituyó un Comité de Salvación Pública y animó y coordinó el levantamiento federal. A partir del 10 de Julio, por toda Andalucía, Valencia, Murcia y zonas de Castilla surgieron multitud de cantones como expresión espontánea de un malestar que abarcaba a amplias capas de población. España era un hervidero de juntas y comités populares; Jaén, Murcia, Sevilla, Salamanca, Ávila, Valencia…Para más inri, el 7 de Julio tuvo lugar en Alcoy un violento alzamiento obrero que empezó como una huelga demandando mejor salario y terminó con el asesinato del alcalde y varios funcionarios y la intervención de al menos 6.000 soldados para reducirlo (un Engels asustadísimo por el posible impacto que tuviera sobre el socialismo internacional después de lo de París condenó esta mini-Comuna).
Cartagena se convirtió en la plaza fuerte de este movimiento fulgurante por diversas razones; se trataba de una base naval con grandes fortificaciones, obviamente con un importante número de barcos de guerra, y estaba abarrotada de marinos a la espera de que se les liberase de la matrícula de mar. Hasta allí llegaron dos diputados intransigentes de Madrid y proclamaron cantón el 12 de Julio, después el general Contreras a organizar la defensa y posteriormente se le sumó el cantón de Murcia. El empleo de los buques para incautar provisiones les valió la calificación de piratas por el gobierno, estrenándose la marina alemana, ansiosa de intervenir en la política europea, con el hundimiento de un par de fragatas. La república tomó ante estos hechos un derrotero conservador, se arrojó en brazos de los militares (muchos de ellos alfonsinos) y reprimió duramente el cantonalismo. Pavía irrumpió en Andalucía y tomó Sevilla (300 muertos), Martínez Campos desbarató el cantón valenciano y finalmente López Domínguez consiguió rendir Cartagena nada menos que en enero de 1874. A partir de ahí, una durísima represión y el estigma histórico que se ha ido repitiendo de boca en boca hasta acabar en los libros escolares; se suele creer que los cantonalistas eran separatistas peligrosos, se ridiculiza la intentona y se suele poner como ejemplo del “desbarajuste” republicano. Incluso autores reputados como Carr se permiten tildar a algunos de sus líderes como “hombres de pocas luces”, o hablar de Barcia como un simple resentido por no haber podido medrar. Pero sin duda está repitiendo la propaganda conservadora posterior; no seré yo quien ponga la mano en el fuego por la inteligencia de un representante de la raza humana, pero no creo que fuera menor que el promedio de la clase dirigente…si acaso se le puede achacar a alguno una lógica falta de formación. ¿A que les suena esta técnica de desprestigio de fechas más recientes?
Pero detrás de esta imagen de revolución folklórica y despreciable, ¿qué hay en realidad? ¿Cuál era el contenido del programa cantonal? Sin duda era un movimiento desordenado que nacía de la desesperación de muchos, y en él se mezclaron por primera vez, aunque en minoría, activistas internacionalistas (serían los “comandos antisistema entrenados en la guerrilla urbana” de entonces, por ponerlo en los histéricos términos de los dirigentes de CiU) y clases populares, aunque el espíritu era más de tipo humanista que socialista. Sin embargo si echamos un vistazo directamente a sus reivindicaciones, publicadas sobre todo en “El Cantón Murciano”, vemos que se constituían en Gobierno Provisional de la Federación Española (a la porra el separatismo) y pedían reformas urgentes que consistían en (agárrense que el paralelismo es tremendo): supresión de privilegios, rentas forales y feudales vigentes en multitud de pueblos de toda España, enumeradas en todo detalle, que se pagaban a señores aristócratas (algunos de ellos insignes conspiradores, como el duque de Sesto), replantear completamente la forma en que se habían abolido los señoríos dejando las tierras íntegras para el latifundista, abolición del registro de la propiedad y sustitución por uno municipal y gratuito, eliminación del “absurdo derecho de hipoteca” (ejem…), y otorgar a todo español el derecho a pedir los títulos de propiedad para averiguar el valor de tierras vendidas por reyes o señores feudales, las fincas sin cultivar en 5 años pasarían a propiedad municipal…Se trataba en suma de reorganizar la riqueza nacional, es decir, la propiedad de la tierra, eliminando el dañino efecto de usurpaciones señoriales, desamortizaciones favorables a los ricos y títulos de propiedad dudosos.
Pero había más aún. Se ponían límites a los sueldos públicos y rentas pasivas, supresión de coches concedidos a los funcionarios, gastos imprevistos y secretos del Gobierno. Impuestos proporcionales y sobre el capital, creación de bancos agrícolas y de comercio para fomentar la industria y la aparición de “familias laboriosas y honradas”, matando la usura y creando una sociedad más justa que viviera de su trabajo y no de rentas. Además, pedían un Estado federal, unos basándose en nacionalidades culturales (catalanes sobre todo) y otros sobre la base provincial, nada extraño teniendo en cuenta el rollo que les he soltado con las juntas y los ayuntamientos. Y ahora júrenme por el niñito Jesús que no les suena de nada todo esto.
La república, después de cargarse esta insurrección de perroflautas bigotudos, cayó a manos de la reacción conservadora en dos golpes de Estado sucesivos, el de Pavía y el del incombustible Serrano. La sustituyó la monarquía de Alfonso XII y el régimen de la Restauración que vino bajo el brazo de Cánovas, amigo, socio y familiar de “empresarios cubanos”. Régimen que si bien se suele destacar que dio estabilidad política a España, lo hizo cerrando en falso el episodio cantonal y republicano, tendiendo una red caciquil por la cual el propietario local se convertía también en detentador del poder político. Cánovas pensaba que no existía masa crítica política en España, y en lugar de crearla optó por montar un sistema político fraudulento al servicio de las clases dirigentes. Todo el mundo ignoró el importante detalle que distinguía la sublevación cantonal: por primera vez las clases bajas, los obreros, los campesinos, expresaban su malestar por su miserable existencia. Así, cuando tras 30 años de estabilidad corrupta el régimen se vino abajo, reaparecieron los mismos problemas de siempre, y el primer cuarto del siglo XX vivió la crisis más profunda de la historia contemporánea española; 1917 bien pudo ser el año del estallido de una guerra civil en un periodo quizá más violento que 1934. Crisis que se reprodujo por aquellas fechas y que dio lugar al Alzamiento de todos conocido. El problema agrario no se resolvió propiamente hasta los años 60, de manos de los procesos de desarrollo económico que el franquismo ni podía ni sabía controlar.
Como pueden ver, los antecedentes remotos de este tipo de movimientos tienen un sorprendente parecido con el 15-M, (web 2.0 aparte y salvando las distancias), y como también pueden ver, han pasado a la historia bastante vapuleados ellos, así que me temo que si no cambia mucho el panorama y tras la aparición del fatídico General Verano, si las cosas no se aprietan más y vemos protestas mucho menos amables, este capítulo se cerrará como un episodio folklórico más adornado de las mentirijillas de rigor. Eso sí, a alguno le servirá para ligar con la técnica “sí, nena, es cierto, yo estuve allí, puedes tocarme”.
Polititroll Mayor escribió:La izquierda debe ser definida por sus fines, no por sus medios.
Los Peones Negreros: Más se perdió en Cuba
17/02/2011 | Autor agarkala
Tal como prometí, regreso de nuevo al bitacoreo activo, y en la más pura tradición hispánica, reaprovecho los materiales que he estado utilizando en mis quehaceres académicos para contarles una historia de las mías. Es decir, sobre algo que se oculta debajo de las alfombras y que ¡oh, casualidad! es esencial para entender algunas cositas de nada que ocurrieron en este país (Espaaaaña, sí….) no hace tanto; abdicaciones, guerras, ustedes ya saben. Como habrán adivinado por el título y porque sé que tienen estudios, vamos a hablar de un trauma nacional, un drama, un escándalo, una vergüenza…la pérdida de Cuba, el desastre, el acabóse, el inicio de la descomposición nacional y la muerte de miles de gatitos.
La historiografía tradicional que nos tragábamos en el cole y por tanto la versión más extendida sobre el asunto incide mucho en el abuso que los pérfidos estadounidenses cometieron sobre una pobre pequeña potencia de segunda fila, arrebatándole por la fuerza bruta su queridísima colonia aprovechándose de un conflicto interno. Y por ello nos sabemos bien la película pero sólo a partir del incidente del Maine y las operaciones bélicas de 1898. También hace mucho hincapié en toda la histeria literaria de después de la previsible derrota, el pesimismo y el lamento del regeneracionismo, con ese sentido del pathos tan nuestro, que si la “España sin pulso”, que si el trauma de verse sin los últimos restos del Imperio, que si los nacionalismos, que si la fiesta terminó y hay que fregar los platos. Obviamente este análisis es incompleto, sesgado, mitología pura y dura que pasa de puntillas por un buen montón de factores clave sin los cuales es incomprensible todo el proceso. Entre otras cosas porque dejan en no muy buen lugar a unos cuantos prohombres, “patriotas” y padres de la Patria, claro está. Así que vamos a contar en más detalle cómo, quién y qué fue lo que realmente se perdió en Cuba. Y lo vamos a hacer desde una perspectiva algo diferente (no esperen que me extienda sobre Cascorro o Teddy Rooselvet disfrazado de boy scout), otorgándole todo el peso que se merece en esta historia a un grupo crucial para comprender no sólo este turbio asunto, sino los convulsos acontecimientos de la política peninsular; el poderoso lobby negrero. Que por supuesto ha permanecido históricamente en el anonimato y eso no lo podemos consentir, ¿a que no? Pues venga, al lío.
Cádiz, 1812. En plena Guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas, los liberales españoles, ante el vacío de poder dejado por Fernando VII, se constituyen en Cortes y proclaman una Constitución; es el principio del fin del Antiguo Régimen. En el texto de la Pepa, se define España como la “reunión de los españoles de ambos hemisferios”, lo que insinuaba algún tipo de cambio de estatus de los habitantes del Imperio colonial hispano. Sin embargo, años más tarde, en la Constitución liberal de 1837 y ya independizada la mayor parte de las colonias, la cuestión se aplazaba sine die y si eso ya lo iremos viendo, tú. ¿Y este olvido político deliberado a qué obedece? Pues al cochino interés económico, cómo no.
Durante la época de la independencia americana, la isla de Cuba se mantuvo bajo dominio español, dado que era básicamente una enorme base de operaciones militares sometida a un férreo control: estaba comandada por un Capitán General nombrado desde la Península, que reunía en su persona todos los poderes de un auténtico virrey. Por otro lado, era un gran negocio; su economía estaba orientada a la producción de tabaco y azúcar, procesado en los complejos llamados “ingenios”, que hacían amplio uso de la mano de obra esclava. De hecho, éstos sumaban una cuarta parte de la población de Cuba, prueba viviente de que la importación de negros era también una apetitosa fuente de ingresos. Tráfico que por otra parte era ilegal desde principios de siglo, pequeño detalle que no impedía a una oligarquía peninsular que iba desde negreros/banqueros (valga la redundancia…) como Julián Zulueta hasta la propia familia real amasar enormes fortunas al amparo de esta ausencia de estatus político. Vamos, que la peli esta de “Libertad” no era tan torticera como pudiera parecer aunque equivocara completamente el incidente en el que se basa, que no es poco.
Así que hasta mediados de siglo más o menos, Cuba era un vacío legal que tenía a todo el mundo contento. Es decir, todo el mundo de los que importan, claro está: los terratenientes criollos con sus plantaciones y sus esclavos, y los empresarios y clases medias peninsulares llevándoselo crudo con el transporte de negros, sus aranceles hiperproteccionistas y la exportación de azúcar. En definitiva, no se movía ni una leve brisilla en el Caribe español. Esta prosperidad cerrada a cal y canto era observada muy atentamente por la enorme y emergente república vecina, cuyos sucesivos intentos de comprar Cuba deberían haber puesto en guardia a las autoridades españolas de cara al futuro. Pero por el momento, el balance de potencias permitía graciosamente a España mantener la soberanía: Gran Bretaña y Francia no querían una Cuba estadounidense, ni los norteamericanos una isla británica.
Este equilibrio interesado sobre los lomos de los mismos de siempre se iba a romper hacia mediados de siglo. El primer paso fue la liberalización del comercio que los regímenes liberales europeos patrocinaron, abriéndose la exportación a otros países. Pero el mercado europeo optará por el azúcar de remolacha y dejará de comprar en Cuba, con lo que los EEUU se convierten en el principal cliente de los productores cubanos (en 1890 compraban más del 90% del azúcar isleño). Además, era una nación que toleraba la esclavitud, con lo que algunos criollos empezaron a acariciar la idea de la anexión con EEUU buscando mayor autonomía, menores impuestos y sus negros a buen recaudo. Todo este sueño incongruente de una extraña república liberal esclavista se irá a la porra cuando el Sur pierda la guerra de Secesión en 1865. A partir de aquí, algunos criollos poderosos optaron por la vía reformista (dado que España el asunto de los esclavos no lo tocaba) para mejorar sus condiciones económicas. El rechazo del régimen de Isabel II la Fresquita a conceder cualquier tipo de autonomía a los propietarios cubanos arrojó a unos cuantos a las filas independentistas, formadas por las clases medias y campesinos que no disponían de grandes haciendas, ni esclavos, ni derechos políticos, claro.
La Revolución democrática de Septiembre de 1868 en España (conocida como “la Gloriosa”) que echó a patadas a la reina del país, parecía que iba a traer por fin un estatus legal de provincia española a la isla, con la concesión de derechos civiles, abolición de la esclavitud y autonomía política, todo ello prometido por los revolucionarios. Sin embargo, a esas alturas pocos cubanos creían en las promesas de la administración española, que les había negado todo eso durante décadas. Como será una constante durante todo este artículo, los vientos de reforma llegan tarde: el 9 de octubre, Manuel Céspedes, un hacendado criollo, proclama la independencia cubana desde su ingenio de La Demajagua y se alza en armas contra las autoridades metropolitanas en nombre de todos los que estaban hasta las narices de pagar y callar, en lo que se conoce como el Grito de Yara. Y lo que es más preocupante, promete la emancipación de los esclavos que se le sumen. El primer independentismo cubano estará por tanto formado por dos sectores sociales: los negros y mulatos en busca de su liberación, y los campesinos y pequeños propietarios criollos pidiendo derechos.
Las guerrillas insurgentes comenzaron una feroz guerra de saqueos, sabotajes y emboscadas. El Capitán General Lersundi contaba con tan sólo 7.000 hombres en la isla, que empleó a fondo para ahogar en sangre la revuelta, pero como tan simpático militar era bastante conservador y por tanto poco afecto al nuevo gobierno progresista de Sagasta y Prim, pidió rápidamente el relevo de sus funciones. Mientras tanto, la rebelión crecía y los independentistas controlaban ya las provincias Oriental y Camagüey. Pero como las desgracias nunca vienen solas, la tostada cae por el lado de la mantequilla y en cuanto tiendes la ropa se pone a llover, esta guerra estalla justo en el peor momento posible para el flamante gobierno de la Península, que verá como el asunto cubano le explota en la cara. Y ahora les advierto que viene un rollete sobre el ejército español muy necesario para entender cómo se organiza la respuesta a los rebeldes.
Una de las reivindicaciones principales de las clases populares que se sumaron con entusiasmo a la Gloriosa, y por tanto, uno de los puntos fuertes del programa reformista de Prim era la promesa de la supresión de las odiadas “quintas”. Se trataba de levas obligatorias de reclutas que el Estado sancionaba cuando necesitaba tropas; se emitía un decreto que fijaba el número de “quintos” que cada Diputación Provincial debía suministrar. Hasta aquí todo normal, pero como España y yo somos así, existía la posibilidad legal de redención pagando unas 1.500 pesetas, con lo cual el cupo lo cubrían siempre las clases bajas (sin recursos para escaquearse) que veían cómo arbitrariamente sus hombres eran apartados de trabajo y familia para ir al frente. Después de décadas de guerras carlistas e intervenciones en Marruecos, Cochinchina o México, la población estaba muy cansada ya del carísimo tributo de sangre que pagaba a cambio de nada y las diputaciones hacían todo lo posible por buscar dinero con que eximir a sus chicos del combate. Así que con el inicio de las hostilidades, Prim tuvo que ciscarse en su promesa y decretar una “quinta” de 25.000 hombres para Cuba, lo que provocó que las mujeres madrileñas salieran a la calle a protestar amargamente. Por otro lado, ya supondrán el nivel de motivación, eficacia y entrenamiento de esta clase de tropas, dirigidas por unos oficiales de clases altas que…bueno, digamos que no eran precisamente la crême de la crême de los ejércitos europeos.
En estas circunstancias, las familias burguesas con intereses en Cuba y los negocios negreros, decidieron ponerse manos a la obra y buscarse la vida por su cuenta para acabar con la rebelión. Frontalmente opuestos a cualquier modificación del status quo, desde el Banco de la Habana movieron sus abundantes capitales y gente como Güell, Antonio López o Colomé por parte de la burguesía catalana, o negreros como Sotolongo, Pulido y otros nombres que irán saliendo, formaron el “partido español” y se dedicaron a reclutar los llamados “Voluntarios del Orden” por 16 reales cada uno (más del doble de lo que cobraba un peón albañil en España). Estos batallones de grato recuerdo en toda la isla se dedicaron a combatir a los independentistas, incendiar y saquear sus casas y haciendas y a cometer todo tipo de tropelías contra los civiles “sospechosos”.
Prim se encontraba en una difícil situación, puesto que veía con claridad que la solución pasaba por una mayor autonomía, otorgar la ciudadanía española y abolir la esclavitud, términos que negociaba con los EEUU, siempre interesados en la evolución de los asuntos cubanos y siempre presionando al gobierno español. Así llegó a la isla el general Dulce, que con tan empalagoso y poco marcial nombre ya habrán deducido que traía la misión de negociar con los sublevados y pacificar la isla. Esto no lo podía consentir de ninguna manera el “partido español” de los negreros, así que se dedicó a sabotear los esfuerzos de Dulce por pactar con Céspedes (los Voluntarios llegaron a asesinar al general Arango, enviado a entrevistarse con el líder independentista). Dulce vio enseguida que nadie estaba dispuesto a una solución intermedia y excusándose en que la guerra estaba prácticamente finiquitada, salió de Cuba echando pestes de los salvajes “voluntarios españoles” que “ensuciaban la bandera” patria. Pero en realidad el problema estaba lejos de resolverse, porque el gobierno se encontraba en una curiosa paradoja. Por una parte, deseaba aplicar en Cuba la Constitución de 1869 y darle el estatus de provincia (lo que implicaba el fin de la esclavitud), pero por la otra se veía atado de pies y manos ante los intereses del lobby negrero, que a fin de cuentas estaba pagando la guerra.
En este contexto, los ministros demócratas responsables de la cartera de Ultramar, Manuel Becerra primero y Segismundo Moret después, intentaron sacar adelante un proyecto de ley abolicionista, que se presentó al Congreso en 1870. La ley Moret preveía la libertad de vientres (los hijos de esclavo nacían libres), así como un impuesto especial a la esclavitud, la liberación de los ancianos, de los esclavos del Estado o de aquellos que ayudaran a las tropas españolas. Era una ley escalonada, con mucho jabón para no perder apoyos de aquellos que en definitiva estaban financiando la lucha. Aun así la oposición fue firme, destacando especialmente en su labor obstruccionista en el Parlamento los diputados Cánovas del Castillo y Romero Robledo.
Mientras todo este jaleo tenía lugar en el Congreso, los del “partido español” seguían haciendo negocietes no muy limpios aprovechándose del conflicto: Manuel Calvo, copropietario de la naviera “Antonio López y Compañía” continuaba con el transporte de negros. Firma que además tenía la concesión exclusiva del traslado de tropas españolas a la isla; ingreso por partida doble para el Marqués de Comillas. Manuel Girona, director del Banco de Barcelona, recaudaba fondos para contratar “voluntarios españolistas” y con la otra mano hacía préstamos a la Diputación barcelonesa para pagar la redención de los quintos de la ciudad. Estos eran el bando de los “patriotas”. Pero esto no es lo peor; en su huida hacia adelante, no se detendrán ante nada.
En diciembre de 1870 tuvo lugar el asesinato de Prim, que si bien durante algún tiempo se creyó que había sido obra de los republicanos federales, hoy en día se piensa que corrió a cargo del duque de Montpensier, candidato al trono que ocuparía Amadeo de Saboya y que podría ocultar intereses cubanos detrás, aunque sólo sea por la curiosa coincidencia de que nada más diñarla el militar catalán, el nuevo ministro de Ultramar, Ayala, paralizó la ley Moret. Pero con el apoyo del recién estrenado monarca los gobiernos no cejaron en su propósito reformista; en 1872, el gabinete de Ruiz Zorrilla insistió en presentar al Congreso una ley de abolición de la esclavitud.
Aquí los negreros sacaron las uñas y las carteras, afilaron sus colmillos y echaron espumarajos por la boca: por todo el país se fundaron los llamados “Círculos Hispano-Ultramarinos” (Barcelona por los Güell, Madrid por el marqués de Manzanedo, Valencia, Sevilla, Jerez, etc, etc..) , asociaciones de empresarios de todo tipo con intereses en Cuba. Negreros, banqueros y todos los que vendían sus productos en la isla amparados por el proteccionismo salvaje al comercio peninsular formaron una red de presión política nunca vista hasta la fecha. Con una ferocidad y una contumacia sin límite, se dedicaron a difundir la idea de que abolir la esclavitud era “antipatriótico”, desatando una oleada de histeria vociferante a través de los periódicos que controlaban. La campaña contra el Gobierno arreció; la medida era una locura, el hundimiento económico de la nación, la traición a la Patria y la fractura de España. Los “Círculos” y la posterior “Liga Nacional” de productores exigía dimisiones y mano dura con un gobierno que llevaba a España al desastre, los diputados conservadores trabajaban duro en las Cortes… ¿Que les suena de algo? Pues ahora no caigo, oiga. El caso es que este brutal acoso al ejecutivo se cobró sus frutos; en un momento en que había que lidiar también con un alzamiento carlista y el descontento de los federales republicanos, el rey se vino abajo ante la presión negrera y abdicó, huyendo de este país de pesadilla.
Ni que decir tiene que esta actitud mezquina, codiciosa y cortoplacista no hacía más que complicar la situación en el Caribe, puesto que la administración española estaba completamente desacreditada a ojos de los cubanos y lo que es peor, de la opinión pública internacional. Los independentistas se apoyarán en EEUU, y Céspedes y Máximo Gómez contaban por entonces con 30.000 hombres bien organizados. Pero esto les daba igual a los “peones negreros”, que iban a la suya: que nada cambiara. En 1874 estaban íntimamente conectados con los sectores políticos que conspiraron para derribar a la Iª República, de tal manera que los alfonsinos, los militares y los negreros eran las tres caras de una misma moneda. La pieza que amalgamaba todo esto era el papá de la Restauración Monárquica, Antonio Cánovas del Castillo, prohombre patrio glosado hasta la náusea, y que si bien dio estabilidad política al país, estaba muy implicado en el simpático lobby cubano; emparentado con los Sotolongo, su hermano José era director del Banco Español de Cuba y su cuñada Mercedes Tejada O’Farrill procedía de una ilustre familia negrera. Su colega político Romero Robledo estaba casado con la hija del mencionado Zulueta. Pringado hasta las cejas estaba el hombre.
Así que aunque había sido ministro de Ultramar y conocía a la perfección el problema cubano, Cánovas optó por favorecer a sus amiguetes con más inmovilismo, adornado eso sí con alguna que otra reforma. Con unos 100.000 soldados ya en la isla, el general Martínez-Campos llegó en 1876 para terminar la guerra, cosa que logró tras negociar con los rebeldes la Paz de Zanjón dos años después. Para ello tuvo que hacer imprescindibles concesiones reformistas; por esta paz España se comprometía a otorgar a Cuba un estatus similar al de Puerto Rico, abolir la esclavitud, implantar la libertad de prensa, ayuntamientos, autorizar la formación de partidos políticos e incorporar diputados cubanos al Parlamento. Pero cuando Martínez-Campos defendió en el Congreso lo que había firmado en Zanjón, los antiabolicionistas hicieron lo de siempre y el general quedó con el culo al aire sin poder cumplir lo pactado. Para colmo, las autoridades españolas interpretaron el acuerdo de forma muy estricta y los diputados cubanos eran casi siempre de la Unión Constitucional, que adivinen a quién representaba.
Tras el amago de la Guerra Chiquita (1879-80), el independentismo se retiró a sus cuarteles de invierno y se dedicó a organizarse políticamente. La economía de los cubanos dependía totalmente de las exportaciones a EEUU, por lo que para ellos el librecambismo era esencial. Pero los peninsulares vivían de las importaciones privilegiadas, así que la administración española tifaba por el proteccionismo sin complejos. Más divisiones y más malestar local. En 1892 José Martí fundó el Partido Revolucionario Cubano, cuyo objetivo era tan evidente que me ahorro el comentario. El movimiento contaba con una amplísima base social y como ya han visto, con un largo historial de atributos masculinos inflados hasta el extremo. Que llevo más de medio artículo y aún estamos con los antecedentes, así que imagínense…De hecho la secesión era un proceso imparable, más habida cuenta de la torpe e interesada visión de Cánovas sobre el asunto: Cuba era innegociablemente suelo español y por ello una cuestión de orden interno y no un problema internacional, ficción que mantenía a pesar de las continuas injerencias estadounidenses. No aceptaría presión o mediación alguna de otras potencias y se negaba a negociar con los rebeldes cualquier tipo de acuerdo autonomista. Así las cosas, en 1895 volvió a estallar la guerra, en plena minoría de edad de Alfonso XIII. Cánovas optó por la solución “hondonadas de yoyah”; la idea era pacificar la isla y una vez que dejaran quietas las armas, se hablaría de algo con los revolucionarios. Vamos, la cantinela de siempre que además nunca se cumplía. Los cubanos estaban cansados ya de escuchar cantos de sirena que se quedaban en nada.
Al general Martínez-Campos le tocó dirigir las operaciones, y cruzó toda la isla con sus tropas, por entonces la abrumadora cifra de 300.000 soldados desmoralizados, mal armados y en muchos casos enfermos. Pero los cubanos obtenían suministros y voluntarios de los EEUU, estaban mejor preparados, altamente motivados y jugaban en casa; contraatacaron la retaguardia española con emboscadas que rápidamente se ocultaban en la manigua. Martínez-Campos se dio cuenta pronto de que no podría ganar la guerra sin tomar medidas drásticas contra los civiles simpatizantes y dimitió. Cánovas decidió mandar entonces a un tipo hoy muy popular en Cuba, un general pequeñajo y bigotón con muy malas pulgas; Valeriano Weyler. Este pedazo de animal reagrupó a las tropas españolas y tuvo la feliz idea de dividir la isla abriendo trochas transversales de norte a sur y dotándolas de redes de torretas y blocaos que impedían el tránsito de la población. Los cubanos debían “reconcentrarse” en las áreas designadas a tal efecto. Sí, como suena, el visionario de Valeriano tiene el dudoso honor de inaugurar la infausta moda de los campos de concentración que tanto éxito tendrá en el futuro siglo XX. Pero aun así, la guerra continuaba.
Obviamente la opinión pública internacional, y sobre todo EEUU no se quedó quieta mirando. En el contexto de un agresivo imperialismo por parte de todas las potencias, con España sin un triste aliado debido a su “autismo” en política exterior y con el comercio del azúcar colgando de un hilo, el gobierno del presidente McKinley pasó de presionar terriblemente a España para que acabara con la guerra y restableciera el orden (otorgando a los cubanos la autonomía) a decidir la intervención en la isla de una santa vez. Con un fuerte apoyo de la opinión pública y una campaña de prensa que se hacía eco de los atropellos de Weyler (los reales y los inventados), los intereses económicos prevalecieron; los norteamericanos no podían permitirse más destrucciones en la isla, la paralización del comercio del azúcar y las pérdidas que conllevaba la incertidumbre en Wall Street, en vista de que España era inoperante para resolver el temita ella sola. A pesar de lo que diga la historiografía tradicional, en España nadie se hacía ilusiones sobre el desenlace. Sólo había dos finales posibles para impedir la entrada a saco de los USA en el conflicto y perder la isla; o se ganaba YA a guantazos (Cánovas), o se concedía YA la autonomía (Sagasta). Cánovas le puso la decisión a la regente María Cristina encima de la mesa y ésta optó por la primera opción. Pero en verano de 1897 el líder conservador se tomó unas vacaciones en el balneario de Santa Águeda. Eternas, puesto que fue asesinado por un anarquista italiano, aunque de nuevo se sospecha de intereses cubanos. A Sagasta le tocó lidiar el marrón de la previsible crisis final y consumación del archifamoso Desastre.
La concesión de autonomía llegaba, otra vez, muy tarde. Las presiones de EEUU eran demasiado fuertes ya, con la vista puesta en una ocupación; en Febrero de 1898 el Maine cumplía su “misión” estallando en el puerto de La Habana y ya había casus belli en marcha. En contra de lo que se suele leer, todos los partidos políticos españoles eran perfectamente conscientes de que era imposible resistir a los norteamericanos y estaban deseando una rápida derrota lo más indolora posible. Tenían muchísimo miedo de que entregar la isla sin lucha desairase a los militares, así que perderla manu militari ante una superpotencia era una salida honrosa que no pondría al régimen de la Restauración en riesgo de caída. Pero había que guardar bien las apariencias; era una cuestión de prestigio, y ya saben que en estas tonterías se pone hasta el último hombre y la última peseta. Los empresarios que tan furiosamente habían defendido no conceder ni el más pequeño cambio se dedicaron a colocar sus bienes lo mejor posible ante el previsible cambio político. La prensa y la Iglesia desataron una furibunda campaña patriotera tras la declaración de guerra de Abril del 98, pero la respuesta popular no fue tan entusiasta. Al contrario, el españolito de a pie estaba hasta el moño de la guerra cubana, de ver a sus familiares morir o volver con enfermedades crónicas y del tremendo coste económico que soportaban; la derrota de Cavite en Filipinas o la de Santiago de Cuba fueron recibidas con indiferencia por el pueblo. Tras una heroica e inútil resistencia de los famélicos campesinos con uniforme que España tenía en la isla, por los acuerdos de París España reconocía a Cuba como Estado independiente, vendía a EEUU las islas Filipinas por 20 millones de dólares y las islas Palaos, Carolinas y Marianas a Alemania por 25 millones de pesetas. Así se liquidaban los restos del menguado imperio colonial español.
Tras el último acto de este drama que en definitiva padecieron en sus carnes las clases bajas españolas y cubanas, se abrió un lúgubre y desmesurado debate sobre el Desastre. Muchos políticos, intelectuales y escritores (Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Joaquín Costa, y un largo etcétera) hicieron gala de un pesimismo sin límites y se dedicaron a hablar y no parar en términos un tanto histéricos de la degeneración de España, y de la necesidad de modernizarla, sanearla y ponerla bonita y reluciente. De toda esta literatura algunos incluso han sacado la absurda idea de que aquí empezó la descomposición de España como concetu.
En el fondo la realidad no era tan fúnebre como pueda parecer: a fin de cuentas el sistema político de la Restauración sobrevivió intacto, e incluso se le dio un impulso con las reformas regeneracionistas. La crisis había comenzado mucho antes, a mediados de los 80 y no tenía mucho que ver con Cuba, sino con el difícil encaje que tenían las fuerzas políticas emergentes como el obrerismo, los partidos que funcionaban al margen del sistema de turnos o los nacionalismos periféricos. De hecho, el colapso final no tuvo lugar hasta más de 20 años después de perder las colonias. Como ven, Cuba no fue arrebatada por los estadounidenses, sino por la mezquindad, la avaricia y el cerrilismo de un grupo de sinvergüenzas que tenían en la isla su particular gallina de los huevos de oro, y la torpeza e incapacidad de los gobiernos españoles para dar salida a las aspiraciones de unos súbditos que tampoco pedían más de lo que se disfrutaba en España o terminar con el penoso tráfico de seres humanos. ¿Los empresarios del lobby negrero? Pues después de liarla parda, de forzar una abdicación, de estar detrás de nada menos que cuatro conflictos y posiblemente un par de magnicidios, cerraron el negocio de la trata y siguieron con sus otras actividades empresariales como si nada. A otra cosa mariposa. Mención de honor “concrete-face” para la burguesía catalana, que tras la guerra decidió que Madrid no había hecho suficiente para defender sus intereses y se arrojó en brazos del catalanismo de la Lliga Regionalista. Nada nuevo bajo el sol.
Polititroll Mayor escribió:La izquierda debe ser definida por sus fines, no por sus medios.
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