por PouPierce »
03 Sep 2012, 20:11
Pseudónimo: Frente Popular de Judea
Título: Resurrección
Creo que en el pueblo nadie se alegró cuando nos enteramos de la resurrección de Caín. Nadie excepto Abel, su hermano, que lo había matado tres años atrás.
Ya no recuerdo cuánto tiempo llevábamos llamándolos así. El apodo nació donde nacían todas estas cosas, en el bar del pueblo. Caín hacía ya tiempo que se había marchado y alguien nos contó, entre vaqueritos de pacharán, pito doble y las cuarenta, que le iba bien, que estaba amasando mucho dinero, que se había hecho construir una mansión a las afueras de la ciudad, que a saber de dónde venía toda esa fortuna. Abel, mientras tanto, seguía en el pueblo. Se había casado con Irma, la hija menor del panadero, y no había dejado de luchar hasta conseguir que pusieran una escuela para que los niños pudiesen estudiar sin tener que recorrer treinta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta a diario. Nunca le oíamos hablar mal de su hermano, nunca nos contestaba cuando le preguntábamos si sabía en qué negocios andaba metido. Sé tanto como vosotros, mentía, y pegaba un trago a su cerveza y se iba a casa a estar con su mujer. Míralos, Abel y Caín, manda cojones, decíamos nosotros mientras veíamos, por el espacio que dejaba la puerta antes de volver a cerrarse, que ya empezaba a anochecer. Negocios turbios, decíamos, negocios turbios, ese Caín no es trigo limpio, y seguíamos a lo nuestro.
Tan convencidos estábamos de su culpa que ninguno nos extrañamos cuando nos contaron que lo habían hallado muerto esa misma mañana, tirado en el jardín de su mansión con las ropas ajadas y llenas de sangre. Quince navajazos, rezaba al día siguiente el periódico; hasta veintisiete llegué a escuchar yo en los corrillos del pueblo. Ajuste de cuentas, dijimos todos. Sea como fuere, a Caín lo habían matado y la lista de sospechosos o de gente con motivos para hacerlo era interminable. Por supuesto, a nadie se le ocurrió pensar en su hermano.
El siguiente mes fue muy confuso. Al entierro acudimos casi todos, movidos más por el morbo y la curiosidad que por la pena o por hacer compañía a Abel, roto tras unas gafas de sol, cogido del brazo de su esposa, Irma de luto ojos descubiertos enrojecidos y expresión ausente. Semanas después convirtió la mansión de su hermano en un orfanato y le puso su nombre –el real, por supuesto–. Para honrar su memoria, dijo en la inauguración, no era una mala persona. Veinticuatro horas después se presentó en comisaría y se entregó. Había ido a casa de su hermano en moto, habían discutido y lo había matado. Ninguno lo creímos hasta que vimos a Abel, escoltado por varios policías, sacar del garaje de su casa el arma homicida –un cuchillo de cocina que no había sido limpiado– y la ropa manchada de sangre que llevaba aquella noche. He matado a mi hermano y merezco el peor de los castigos, Señoría, dijo en el juicio, la pena que se me imponga siempre será menor que la que siento en mi interior. Nunca quiso explicar los motivos que le habían llevado a hacerlo. No sé por qué lo hice, era lo único que decía, me volví loco. Lo condenaron a cadena perpetua. Algo huele a podrido en todo esto, murmurábamos en el bar. Irma bajó las persianas y guardó riguroso luto. No volvimos a verla hasta que Caín resucitó, tres años después.
La noticia nos pilló, como no podía ser de otra manera, en el bar. El jardinero del orfanato lo había encontrado a primera hora de la mañana, tirado en el mismo sitio donde lo hallaron muerto, con la misma ropa. Creyéndolo un vagabundo le había azuzado con la manguera para despertarlo. Caín estaba confuso. Sentía, como posteriormente contaría, una sensación muy parecida a la resaca. No dejaba de decir que ésa era su casa, que qué habían hecho con ella, que su hermano era un asesino. El jardinero llamó a la policía en cuanto Caín le preguntó si sabía cuánto tiempo llevaba muerto. Nos miramos, pasmados. ¿Él, precisamente él, resucitado? No reaccionamos, ni siquiera abrimos la boca hasta que Irma, todavía vestida de luto, con la piel blanca casi transparente, caminar pesado y voz trémula entró en el bar pidiendo protección. Todos pensamos que, con su marido en la cárcel, temía que Caín buscase venganza haciéndole daño a ella. Tras una larga discusión decidimos que se alojaría en mi casa, ya que yo era el único soltero y los demás no querían tener más problemas con sus mujeres. Todavía temblaba cuando, tras enseñarle la que sería su nueva habitación, me miraba con ojos enrojecidos, dándome las gracias.
El show no tardó en comenzar. Por el pueblo Caín jamás volvió a pasar, pero aún así se llenó de curiosos, de peregrinos en busca de su lugar de nacimiento, de cámaras de televisión, de periodistas a la caza del titular. No resulta difícil imaginar el revuelo que ocasionó su resurrección. ¿El nuevo Jesucristo? No nos atrevíamos a hablar mal de él, tampoco éramos capaces de dar con una razón coherente que justificase su regreso de entre los muertos, como les gustaba decir a aquellos juntaletras. De Irma no sabíamos nada. Vinieron unos familiares a por ella y no sabemos dónde fueron, decíamos siempre, mirando hacia otro lado. La verdad es que estábamos asustados. ¿Quién, o qué, era capaz de devolver la vida a Caín mientras su hermano se pudría en la cárcel? Soy el hijo de Dios, proclamaba por las televisiones, y sin herida en el costado, Jesucristo, chúpate ésa, papá me quiere más a mí. Se le hicieron mil pruebas. Se exhumó su cadáver. Se certificó que el ADN era el mismo, el del cuerpo putrefacto y el del mártir redivivo. ¿Cuál olerá peor?, se escuchaba por lo bajini en las esquinas del pueblo.
Como dije antes, Abel fue el único que se alegró de la noticia. Lo vimos por la tele, llorando, dando gracias al señor por haberle devuelto la vida a su hermano, implorando su perdón. No quiero salir de aquí, decía, obré mal y debo cumplir mi condena, pero necesito que mi hermano venga y me diga que me perdona. Se habló mucho esos días sobre si debía ser excarcelado, a fin de cuentas el hombre que había matado estaba vivo. Algunos defendían su amnistía, otros decían que, igual que un ladrón era castigado aunque el seguro se hiciese cargo de lo robado, Abel debía cumplir su pena. Caín iba de plató en plató contando su experiencia al detalle, proclamándose el Elegido, rechazando a su hermano a quien no podría perdonar jamás. En el pueblo no sabíamos qué pensar. Mientras tanto, Irma callaba, escondida en mi casa, en su habitación, con las luces apagadas y la radio encendida, con los ojos rojos que se secaba cada vez que le llevaba la comida, con la boca seca que le temblaba cada vez que me daba las gracias, cada vez más delgada y más débil. En varias ocasiones estuve tentado de preguntarle si sabía algo o si, como Abel había asegurado siempre, era totalmente inocente, pero nunca me atreví. Me limitaba a cuidarla como habíamos convenido entre todos.
Resulta curioso. Siempre habíamos pensado que, si alguien volvía a la vida, el revuelo duraría hasta el fin de los días, pero esta vez duró lo que podría durar el interés por un hombre que no tenía ningún aliciente más allá del hecho de su resurrección. La gente, acostumbrada a consumir volúmenes ingentes de información, a ser testigo casi sin inmutarse de los colosales avances científicos y tecnológicos con que se desayunaban cada mañana, tardó apenas unos meses en empezar a olvidarse del nuevo Jesucristo. Si Dios buscaba un golpe de efecto claramente se había equivocado de época. Caín se veía, como tantos otros antes, víctima de lo efímero, y aún así, demasiado conocido todavía como para volver a sus anteriores negocios –fueran los que fuesen– sin levantar sospechas. Había ganado mucho dinero vendiendo reportajes y entrevistas a unos y otros, pero quería más y estaba dejando de interesar. Planteó, como no podía ser de otra manera, el último giro de teatro que le quedaba: ir a ver a su hermano a la cárcel, posar la palma de su mano sobre su cabeza y decirle, oh querido Abel, que le perdonaba, en directo y en exclusiva para todo el mundo por el canal 7.
La escena fue grotesca. Abel, envuelto en cámaras, delgado hasta la nausea, rompía en sollozos y se arrodillaba ante su hermano; le besaba las manos, las rodillas, los tobillos, los pies, imploraba su perdón. Caín, que había practicado durante la noche anterior –en directo para el canal 7– toda la parafernalia de la reconciliación, se veía superado por las circunstancias y se hacía a un lado, tambaleándose, apartaba una cámara de un manotazo y, tras vomitar, caía desmayado ante la estupefacción de todos. Esa misma noche, ante las mismas cámaras de canal 7, vimos a un Caín demacrado, con el gesto torcido, solicitar a las autoridades la liberación de su hermano. Una semana más tarde era liberado.
Yo mismo llevé a Irma a recoger a Abel. Estaba guapa. Se había puesto un vestido azul celeste y el maquillaje disimulaba un poco su delgadez. Sus ojos habían recuperado el brillo de antaño. Saltó corriendo del coche y se abrazaron durante varios minutos. Creo recordar hasta el sonido de sus huesos entrechocando en cada vaivén. Subieron al coche, al asiento de atrás, y estuvieron besándose y acariciándose durante casi todo el trayecto, y digo casi todo porque, cuando estábamos a unos veinte kilómetros del pueblo, la radio nos sorprendió con la noticia: habían encontrado muerto a Caín en el jardín del orfanato; en el mismo lugar que las otras veces, esta vez sin sangre, sin navajazos. Apoyado en el tronco de un árbol, como si se hubiese sentado a esperar a la muerte. Abel se soltó del brazo de Irma, su gesto se ensombreció y no volvió a hablar hasta que los dejé en su casa. Por el retrovisor vi cómo los ojos de Irma recuperaban ese tono rojizo que la acompañaba desde hacía tanto tiempo y, si no fuera porque sé que no es posible, habría jurado que el vestido que llevaba se había vuelto negro cuando bajó del coche.
En el cementerio se repitieron las mismas escenas que meses atrás. Abel, casi más descompuesto que la vez anterior, enterró el cuerpo de su hermano junto a los restos de su primera muerte. Esta vez no llevaba a Irma del brazo, por algún motivo se había quedado en casa. Tampoco asistió tanta gente. Siendo sinceros, nos sorprendía mucho menos la segunda muerte que la resurrección. Ahora todo encajaba. Caín sólo había sido la herramienta para redimir a Abel. El Elegido no era él, sino, como no podía ser de otra forma, su hermano. Se hacía justicia y todos veíamos cómo nuestras creencias dejaban de tambalearse. Volvimos a nuestros carajillos y a nuestras partidas de mus como si nada hubiese pasado.
Dos semanas después me despertaron unos golpes en la puerta. Eran las tres de la mañana, pero mentiría si dijera que me sorprendieron. Llevaba varios días esperándolos. Fuera llovía con fuerza y hacía frío. Abrí la puerta e Irma se me abalanzó, me abrazó, llorando. Estaba empapada. ¿Puedo quedarme aquí?, me susurraba al oído. Me violó, me violó y Abel se volvió loco, fue a por él y lo mató. Luego se arrepintió y me culpó a mí. Ahora ya no es el mismo, ha cambiado. Siguió dándome explicaciones que no necesitaba escuchar mientras la llevaba a su habitación, que seguía preparada desde el día que se fue, que seguía esperando su vuelta desde que la vi bajar del coche con su vestido negro.
inútil cosmonauta
el que contempla estrellas
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