por PouPierce »
13 Oct 2012, 18:56
Pseudónimo: Dragonzord.
Título: El hábitat.
He aquí el hombre. Los pies empapados, entumecidos por los charcos de la mañana, se calientan a medida que el sol y sombra le atraviesa la garganta, le remueve el estómago. Los codos apoyados en la barra, los pies en el herraje del taburete, la barbilla en los nudillos. Hojea la prensa deportiva. Su equipo ha ganado la liga. El camarero es gordo y suda, cuenta chistes malos, ríe. La escarcha cubre la ventana, lo del otro lado no es más que un reflejo. Afuera, las sombras corren. El mundo es gélido, entra cuando alguien abre la puerta, fluye la corriente, se vuelve a ir. Lo de fuera.
El bar se llena a medida que las servilletas sucias se amontonan bajo sus pies, el hombre pide un belmonte. La cafeína lo mantiene despierto, el alcohol en letargo. El camarero reniega a su hija que está jugando con la máquina de tabaco. La gente viene, va, entra, sale, toma algo. Le preguntan como va el día. Charlan de fútbol, discuten de política. Al hombre le gusta el ruido del grifo de cerveza, el oro carbonatándose a través del metal, la espuma. Puede oírlo. Mira embobado la jarra, el hielo en el vidrio, la huida inútil de las burbujas hacia el techo. El rocío del grifo. A su alrededor la gente grita de fútbol, grita de política. Los primeros obreros llegan a la hora del almuerzo, el olor a plancha se filtra desde la cocina, se espesa en el ambiente. El hombre bebe.
Entra un niño, el hijo del hombre. Le pide suelto para comprar golosinas en la panadería. Dice que ha vuelto a pillar a su madre fumando en el tendedero. El niño le llama por su nombre de pila. Se ríe de los chistes del camarero. El hombre revuelve la mata de pelo desordenado del hijo, pero no le besa. Hace años que no lo hace. Al niño no le gusta el amargo aliento del padre, los labios humedecidos por el alcohol. Su mujer dice que sabe a cobre. El niño se marcha, cierra la puerta tras de sí, el viento le hiela los huesos al hombre.
La copa se llena de menta al mismo ritmo que desaparece. Es la hora de comer, el ajetreo de las mesas le suena como un susurro lejano. El dulce sueño del borracho. Los ojos vidriosos no le dejan ver más allá de la barra. La cocinera es la mujer del camarero, le grita a éste que se han quedado sin cordero. La hija de ambos toma nota a los comensales, entra a los fuegos, el friegaplatos le mete mano, ella sonríe. El hombre es ajeno a todo esto. Hojea la prensa deportiva. Su equipo hace años que no gana nada. La joven sale de la cocina, le sirve otra copa. Es muy guapa, pero no se da cuenta. La conoce desde que era una cría.
Entra un joven, el hijo del hombre. Habla con el camarero, le pide el mando de la máquina de tabaco. Mete monedas sueltas, cae un paquete. No ha mirado al padre, ya se ha ido. El hombre calla, los dedos huesudos como alambres juguetean con el vaso vacío, el camarero lo rellena mientras ladea la cabeza. Entra a la cocina con su mujer, el bar está vacío.
La hija del camarero hace tiempo que se fue, el friegaplatos sigue allí. El hombre ha perdido la cuenta de lo que ha bebido desde la mañana. En su barba hay restos de patatas fritas. Una mujer ríe en una mesa en la esquina. El tipo a su lado cuenta anécdotas graciosas de juventud, le llena la copa, la besa. La mujer se levanta para ir al baño. Sigue fumando a escondidas.
Cuando el camarero echa el cierre el corazón se le encoge. Carga con el hombre, inerte, pesado como un cadáver, lo arrastra a la puerta. Lo deja en el suelo, le echa una manta por encima. Afuera hace frío, el camarero sabe que los gamberros le orinarán encima. El hombre ya no siente, su cuerpo anestesiado por el alcohol. El mundo es el reflejo de otro reflejo. Lo de fuera ya no existe. Sus ojos se cierran, la escarcha le cristaliza en la cara. El bar, el lecho del hombre. Y su tumba.
inútil cosmonauta
el que contempla estrellas
para no ver las ratas
eMe