Como me sale algo más largo que el micro, pues cuelgo aquí el relato y sanseacabó.
FIN.
¡Ay, no!
¡TO-RE-RO!
–¡TO-RE-RO! ¡TO-RE-RO! ¡TO-RE-RO!
La plaza resuena como un clamor en cuanto el morlaco dobla las manos y se derrumba.
Por el hoyo de las agujas, exclama un veterano entendido, mientras da una calada a su Farias. El matador había obligado a sus subalternos a mantenerse lejos de la estampa final, dejando el isntante anterior a la muerte del toro en un íntimo cara a cara entre animal y animal, víctima y verdugo. Una vez caído el animal, el torero se inclinaba delicadamente, y extraía el acero sanguinolento del lomo del Miura, 660 kilos de noble bravura, sin duda la faena del año en aquella feria de postín.
Sudor en su frente, sangre en sus manos, y una lágrima que brota de un ojo cuando la tensión acumulada empieza a liberarse. ¡Tan dura ha sido la faena! ¡Tan difícil! ¡Tan bonita! ¡Y cómo entraba a los naturales, esos pases con la mano izquierda que el maestro Chenel contemplaba desde su burladero con el alma en vilo, mientras se atusaba su eterno mechón rubio. ¡Y cómo daba esos pases de pecho a pies juntos y desde lejos, como el mismísimo
Manolete se las daba a
Islero antes de que le clavara la cornada mortal! Un chorro de agua fresca sobre las manos, la frente y el rostro, le devolvían un poco de vida después de aquella tarde bailando con la muerte, siempre al filo, cerca de ser desarmado, incluso voteado, en algún lance que otro. Orgulloso y elegante, regresa al centro de la plaza, cerca de donde ha estoqueado a este precioso toro que ya se llevan las mulillas, para blandir y ofrecer al público entregado la espada. Los talones juntos en un final de traje de luces de verde olivo y oro, que se deslizan por la arena sin separarse mutuamente ni dos milímetros, mientras las puntas de los pies se abren, haciendo una extraña señal de victoria sobre una arena que ya amenazan con retirar para que ningún matador de medio pelo la mancille. Con los pies juntos, pues, la muleta bajo el brazo doblado como si de una chaqueta de domingo se tratase, se gira sobre sí mismo para brindar un acero que, acto seguido del brindis, un subalterno parte en dos contra su rodilla, no vaya a usarla mañana un pinchauvas.
Como la espada de Mazzantini, evoca Manolo Molés desde la tribuna de prensa, con lágrimas en los ojos, mientras se mesa su bigote y lanza una oración al Cielo por la memoria de Matías Prats Padre, del que intuye una desatada crónica celestial donde no faltarán ni los
olés ni los pasodobles bien sentidos.
Los pañuelos se agitan al viento como palomas mensajeras. la presidencia da a bien las dos orejas y el rabo. Hay quien lamenta, eso sí, que no hubiera indultado al pobre toro, tan noble, tan valiente, tan aguerrido, pero se le dice que quiá, que un indulto es cosa bien seria, y que tras esta faena se acallarán los rumores que hablan del matador,
el maestro, como un
pinturero difuso, un
dibujante a rodillo y con tics de galanura televisiva que deja los cosos y las camas a medias, sin definir o excesivamente definido, según la ocasión. No, esta vez no habría indulto, como en Las Ventas hace tres años, cuando los de la 7 pasaron del delirio halagador a la protesta viva cuando la presidencia dio a bien perdonarle la vida a aquel Victorino con mala mirada y peor leche, pero fuerzas inacabables para la pelea, la faena y el deleite. Esta vez, y en los medios,
donde lloran los valientes, como dirían en la Monumental de México, había que terminar bien. Era ahora o nunca. Cerrar las discusiones y que las crónicas hablaran de eficacia y arte, verdad y estética, cuerpo y alma, y no solo de destellos inacabados.
El matador da la vuelta al ruedo, después de que, ahora sí, el toro, que también ha dado varias vueltas al coso por petición expresa del diestro, se haya perdido de su vista para siempre. Recoge flores, rosas rojas y blancas, una lozana joven se arranca un clavel reventón del pelo y lo arroja a los pies del diestro, lanzando un beso al aire que intuye aterrizará, con lengua y todo, en la boca del maestro para todo. Vuela una chaqueta, dos extranjeras rubias lanzán olés y arrojan sus sostenes, después de habérselos quitado sin desprenderse de sus camisetas para deleite de varios y desilusión de muchos, ya que se intuyen cuerpos irrepetibles bajo actitudes tan vulgares, aunque los dedos son hábiles, toca conceder. El maestro lo ve todo, lo disfruta y paladea. Alguna vez soñó con llegar a cimas como esta. Concretamente, esta cima, pero nunca pensó conseguirlo de veras. Pero ahora sí. La Cima.
Sin advertirlo, el maletilla acaba de levantarlo ante el clamor del respetable, que vuelve a rugir cuando ve a su triunfador alzado para salir por la puerta grande. La cuadrilla del diestro, los alguacilillos, el dueño de la ganadería, también a hombros pese a ser ya un hombre mayor, lo acompañan, mientras la Banda Municipal deleita con un
Gallito que suena con más solemnidad que nunca.
–¡TO-RE-RO! ¡TO-RE-RO! ¡TO-RE-RO!
Se abre la puerta grande, y una brisa fresca penetra hasta el diestro, que de repente se da cuenta que es de noche y que el aire fresco no tenía sitio en el microclima de la plaza, que de pronto le resulta sofocante. Su apoderado se aproxima de puntillas, con las gafas oscuras absurdamente puestas, atusándose el pelo engominado y la corbata torcida del éxtasis reién vivido, y le habla de contratos, plazas y ferias, de cenas con gente importante, empresarios con parné y mujeres de elegancia malicia bien repartidas. El diestro sonríe, pero desde su cúspide solo atiende a las últimas notas de
Gallito y al viento que azota ya con fuerza, abriéndole una especie de llaga de frescor ante el agobio de un día tan duro y triunfador que parece que haya sucedido hace siglos. Ahora, desde la cima toca mirar adelante, y adelante mira, cómo de unos recios abedules penden y se balancean los triunfadores del año pasado. Ellos también miraban adelante.